Teatro

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El gran actor de sí mismo

Clavó tanto el papel de galán encandilador y de buen corazón con el que se granjeó una legión de seguidores que terminó por hacer de ello una humilde autoparodia.

El gran actor de sí mismo
El gran actor de sí mismolarazon

Clavó tanto el papel de galán encandilador y de buen corazón con el que se granjeó una legión de seguidores que terminó por hacer de ello una humilde autoparodia.

Aunque el cine le abrió la primera puerta al mundo de la interpretación, la carrera profesional de Arturo Fernández (Gijón, 1929) estuvo asimismo vinculada, prácticamente desde sus inicios, con el teatro. Fue un trabajador total; un actor de oficio que tocó todo cuanto estuvo a su alcance y que empezó a hacerlo, apenas cumplidos los 20 años, más por necesidad de abrirse un hueco en el mundo que por satisfacer esa inveterada vocación que mucha gente del espectáculo presume siempre haber poseído. Curiosamente, el encuentro de este eterno galán con los escenarios fue, por tanto, más que el fruto de un cortejo bien orquestado, un azaroso e irremediable flechazo.

Así, en 1955, lo encontramos ya con la compañía de Conchita Montes estrenando en el Teatro de la Comedia la versión que Edgar Neville hizo de «El ángel y el pistolero», «poniendo empeño», como escribió un crítico de la época, «en sacar fruto de la inconsistencia de los personajes de la obra». Con la misma actriz y productora repetiría en «Marea baja» ese mismo año, en el que, además, estrenaba «Jacinta», junto a Amelia de la Torre, a las órdenes del mítico Modesto Higueras. Fueron unos comienzos intensos en los que Fernández, lejos de la imagen más reciente que guardamos de él, empezaba a despuntar en roles con gran carga dramática en obras de autores como Georges Neveux, Eugene O´Neill o Tennessee Williams.

Durante los años 60 y 70 participa en funciones de algunos de los autores españoles más importantes y más estrenados de aquel tiempo, alternando ya el drama y la comedia: Juan José Alonso Millán, Juan Ignacio Luca de Tena, Joaquín Calvo Sotelo, Luis Escobar o Jaime Salom. De este último, protagoniza en 1970, ya con su propia compañía, La playa vacía, un texto de aroma existencialista con ecos de Maeterlink en el que interpreta el papel de un gigoló, bastante atípico para la época, que cautivó a muchos y casi escandalizó a otros tantos. Este trabajo, en el que estuvo acompañado por Queta Claver, Silvia Tortosa y Manuel Dicenta, bajo la dirección de Alberto Closas, sirvió con toda probabilidad como detonante en su carrera para ir configurando a partir de él, probándose pacientemente a sí mismo con el público, un arquetipo concreto de galán seductor que se amoldase a sus mejores cualidades interpretativas. No sería correcto decir que eso le permitiría sentirse más cómodo en el escenario, porque dicen quienes lo han compartido con él, dicen que, realmente, no ha habido muchos actores tan seguros y tan a gusto pisando las tablas, hiciera el papel que hiciese. Sin embargo, sí es cierto que para todo productor, y él ya empezaba a destacar en esta faceta, siempre es importante minimizar el riesgo del ensayo y error hasta dar con fórmulas poco falibles que aseguren el beneplácito del público (más si tenemos en cuenta
que su compañía, estrictamente privada, no recibía subvenciones de su ninguna clase). Esta inteligente estrategia como productor de perfilar un personaje hecho escrupulosamente a su medida traería consigo, inevitablemente, su
encasillamiento como
actor. Así, desde finales de los 70 hasta mediados de los 90, decide subir a las tablas,
sobre todo, piezas que le permitan autoafirmarse en ese rol de conquistador simpático, presumido y de buen corazón que, paulatinamente, le va granjeando una verdadera legión de admiradores –y especialmente de admiradoras– dentro de un sector del público educado en el gusto por la comedia burguesa de corte convencional. De esta época son algunos títulos como «Una percha para colgar el amor», «Juego de noche», «La segunda oportunidad», «El placer de su compañía...» o «Alta seducción», la obra de María Manuela Reina que estrenó por primera vez en 1989 y que había retomado desde 2017 hasta que, en abril, le
sorprendió la enfermedad
con el conocido y fatal desenlace de su fallecimiento. Con el nuevo siglo, su implicación en nuevos proyectos teatrales había disminuido, y ese personaje creado a partir de
sí mismo había ido
evolucionando hasta una suerte de autoparodia que, en cierto modo, decía mucho de su modestia como actor.
Esta mirada irónica a su imagen se materializó
incluso en una obra de teatro, dirigida por Albert Boadella en 2014, que se llamó «Ensayando Don Juan». Aquí entró en contacto con un grupo de actores más jóvenes, formados en otras escuelas y con otras inquietudes artísticas, como Sara Moraleda o David Boceta, que, no obstante, quedaron fascinados por su capacidad de trabajo y su entusiasmo. Boceta, que repetiría con él poco después en «Enfrentados», recordaba ayer con cariño «su trato siempre fácil y exquisito, su educación y su amabilidad», al tiempo que evocaba, en el plano profesional, «unas
giras que hoy en día no hace ninguna otra compañía; ¡estábamos un mes en una ciudad!», recordaba el joven actor. «Todos hemos
trabajado con actores
brutales –afirmaba en declaraciones a LA RAZÓN–; pero no he visto a ninguno, como a él, cuyo hábitat natural fuera el escenario. Se sentía casi más cómodo dentro de él que fuera. Carecía de ese mínimo vértigo que todos tenemos antes de salir. Tampoco le importaba en absoluto lo que luego dijera la crítica o el resto de la profesión. Solo le preocupaba
darle al público lo que el público quería. Y trabajaba con tesón para conseguirlo». Pocas maneras mejor para describirlo que con las palabras de un compañero.