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El Maximiliano Kolbe español: mi vida por nueve feligreses

El sacerdote Fulgencio Martínez García, beatificado en 2013, ofreció su vida para que otros vivieran. Su ejemplo cobra de nuevo fuerza y actualidad a las puertas de cumplirse los 80 años de atroz persecución religiosa en España durante la Guerra Civil
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Como el sacerdote polaco San Maximiliano Kolbe, el también clérigo murciano Fulgencio Martínez García, beatificado en octubre de 2013 junto con otros 521 mártires de la Guerra Civil española, salvó al prójimo de una muerte segura. Kolbe, en su caso, se ofreció a morir de hambre en el campo de concentración de Auschwitz en lugar del sargento Franciszek Gajowniczek, casado y con hijos. Tras ser detenido cuando intentaba escapar, el comandante nazi del campo condenó al sargento a perecer de inanición, sin agua ni comida, junto con otros nueve prisioneros. Enterado de su situación familiar, Kolbe se ofreció a cambiarse por él. Su proposición fue aceptada. Al cabo de dos semanas de tormento, hallándose aún con vida, sus verdugos le administraron una inyección letal el 14 de agosto de 1941.
Fulgencio Martínez (1911-1936), por su parte, imploró al tribunal popular que le «juzgó» que toda la pena recayese sobre él, y que dejase en libertad a sus nueve feligreses que le acompañaban en el banquillo. Acusados de «hacer intensa propaganda en contra de la República democrática y en pro del fascismo», la Providencia quiso finalmente que el fiscal Galán retirase su petición de muerte para todos aquellos infelices; excepto para el sacerdote, a quien el «juez» Lino Martín Carnicero condenó a la pena capital.
Nada pudo probarse contra el condenado, sencillamente porque todo lo que se dijo era mentira. La animadversión y el odio visceral al catolicismo convirtieron en delito lo que era puro amor y entrega al prójimo desde que Fulgencio ingresó en el Colegio-Seminario San José, de Murcia, en 1923.
Como Kolbe, también él acabó convertido en un mártir de la caridad. A los dos les unía su devoción por San Francisco de Asís. El sacerdote polaco era, de hecho, franciscano; y sus padres, Julio Kolbe y María Dabrowska, pertenecían a la Orden Tercera de San Francisco, en la cual ingresó también Fulgencio Martínez en 1928.
Ordenado sacerdote con 24 años, de manos del obispo Miguel de los Santos Díaz y Gómara, era cura párroco de La Paca y Don Gonzalo, en Lorca (Murcia), desde agosto de 1935. Su sobrina carnal Esther Martínez Monje, me recuerda hoy la última vez que su padre vio al futuro mártir: «Mi tío Fulgencio –evoca Esther, orgullosa– era el primogénito, casi veinte años mayor que mi padre, el cual fue a visitarle en la iglesia de San Juan de Murcia, convertida en prisión, poco antes de que lo mataran. Con casi cinco años, mi padre siempre recordaba aquellos momentos durante los cuales su hermano mayor le paseó en brazos con una alegría indescriptible».

Cuello, pecho y cabeza

La misma alegría con la que murió a sus 25 años, reventado por las balas del pelotón de fusilamiento en el Campo de Tiro de Espinardo, exclamando con los brazos abiertos: «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España Cató...!». No llegó a pronunciar entera la última palabra, pues en aquel mismo instante cayó fulminado al suelo con impactos de bala en el cuello, pecho y cabeza. La frente quedó sellada por una pequeña herida al desplomarse, como el principio de una invisible aureola. Eran las cinco y media de la madrugada del día 4 de octubre de 1936, festividad de San Francisco de Asís. ¿Casualidad? Causalidad más bien.
Poco antes, había exhibido el mismo talante alegre y sereno para asombro de los guardias que le custodiaban hacia el el patíbulo en compañía de Ginés Hurtado, condenado también a muerte. A su paso por la guardia, un soldado se atrevió a decir: «Ahí van dos héroes». Pero Fulgencio le corrigió: «No, dos mártires».
Al franquear el rastrillo, había girado su rostro ya venerable, proclamando: «Antes mártires que apóstatas»; y reconfortado a su compañero Ginés, víctima de un desvanecimiento: «¡Don Ginés, si nos vamos al Cielo!».
La carta de despedida a sus seres queridos constituye una prueba fehaciente de su admirable fortaleza de ánimo al encarar la muerte. Baste con transcribir un solo párrafo: «Ya me dijeron –anotó Fulgencio– que habían pagado algunas cosas y quiero que paguen todo lo que yo deba. Verán una libreta pequeña donde yo lo tenía anotado, y además debo la suscripción a La Verdad, la cera, Sal Terrae; y en La Paca, donde estuve hospedado creo que son doce pesetas y no sé qué me cobrará Aniceto por unos bancos que me hizo, y si algo más debo lo pagan. De lo que a mí me deben, si alguien paga, lo cobran; de trigo serán entre los dos sitios 25 fanegas. Quiero dejárselo todo bien arreglado. Encontrarán en el cajón de la mesa una póliza de seguro mío por diez mil pesetas; si pueden cobrarlo, para la nena la mitad y el resto para ustedes. Adiós. Perico tiene mi reloj y unos pañuelos. En San Juan tengo un traje que me prestaron en Lorca, que es de don Enrique Chacón, se lo devuelven; y en Lorca tengo alguna ropa y el breviario y la Historia en casa de don José María Cánovas. Que nos veamos en el Cielo».
Fulgencio Martínez no fue, por desgracia, una excepción. La persecución religiosa fue atroz durante la Guerra Civil, de cuyo estallido se cumplirán ochenta años el próximo 18 de julio. Uno de sus principales estudiosos, Antonio Montero, arzobispo de Mérida-Badajoz, sostiene que en toda la historia universal de la Iglesia no hay un solo precedente, ni siquiera en las persecuciones romanas iniciadas bajo el terror de Nerón, mediado el siglo primero de nuestra era cristiana, de tanto derramamiento de sangre (una docena de obispos, 4.000 sacerdotes y más de 2.000 religiosos) en tan breve espacio de tiempo (la mayoría fueron asesinados en el segundo semestre de 1936).
Un reputado hispanista nada sospechoso de clerical como Stanley G. Payne no duda en afirmar que el hostigamiento a los católicos durante la contienda civil fue el mayor en la historia de la Europa Occidental, incluidos los episodios más violentos de la Revolución Francesa, que se saldó con más de 2.000 mártires. El propio Salvador de Madariaga, ex ministro de la República, aseguraba que «nadie con buena fe y buena información» puede siquiera poner en duda los horrores de la persecución religiosa. Bastó, recordaba Madariaga, «el mero hecho de ser sacerdote para merecer pena de muerte».

Foco de la caza

Centenares de testimonios documentados demuestran esta dolorosa verdad histórica. Detengámonos, por ejemplo, sólo en Valencia y su provincia, uno de los principales focos de la persecución. Algunas estremecedoras pinceladas recogidas por el historiador Vicente Cárcel Ortí, quien desde hace más de treinta años trabaja en el Vaticano, bastarán para no dejar indiferente a nadie. Al vicesecretario del arzobispado, José Fenollosa, le destrozaron por completo el rostro. Al beneficiado de San Martín, Enrique Gimeno Archer, le encontraron con las manos ligadas y los miembros superiores amoratados, la cabeza deshecha y muestras evidentes de mutilaciones. Al capellán de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Valencia, Ángel Olmedo, le sacaron un ojo, le cortaron una oreja y la lengua, y luego lo degollaron. El beneficiado de San Agustín, Vicente Peretó, fue conducido con violencia hasta la plaza de toros, donde le sacaron los ojos y le cortaron los genitales, lo mismo que al coadjutor de la Alquerieta de Alcira, José Martí Bataller.
El coadjutor de Algemesí, Juan Bautista Arbona, fue decapitado y luego le amputaron las manos. Al anciano coadjutor de Jesús Pobre, Vicente Borrell, tras conducirle a la Garganta de Gata, en el término municipal de Teulada, le desnudaron por completo y le torturaron; aún vivo, le mutilaron los genitales y se los introdujeron a la fuerza en la boca, rematándole a continuación con una descarga de fusil.
Al coadjutor de Castalla, Silvino Prats, le obligaron a levantar las manos junto a un pino, disparándole a las palmas y a los pies antes de hacerlo contra otras partes del cuerpo, salvo el corazón y la cabeza. Recibió en total veintidós disparos de pistola y murió de lenta agonía mientras sus asesinos le proferían escarnios.
El reparto geográfico de las víctimas realizado por el historiador Ángel David Martín Rubio destaca la brutal persecución en el sur peninsular durante el verano de 1936. En la diócesis de Jaén desapareció cerca de la mitad del clero tras el asesinato de 124 sacerdotes. En la de Málaga se exterminó casi al 48 por ciento del clero; los asesinatos fueron particularmente numerosos también en Almería (32%), Guadix (16,9%) y Córdoba (32,6%). En la franja central, Madrid registró 435 víctimas, casi el 39 por ciento del clero secular. Toledo resultó también muy castigada, con 286 sacerdotes asesinados, lo mismo que, en proporción, Ciudad Real, Cuenca y Sigüenza. Junto con las diócesis levantinas, las catalanas fueron las que más sufrieron la persecución. En Lérida se produjo el mayor número de muertes: 270 sacerdotes, casi el 66% de su clero. Le siguieron Tortosa, Vic, Gerona y Barcelona. En total, de los 5.147 curas repartidos por las ocho diócesis, 1.536 fueron asesinados, además de monjas y religiosos. Una auténtica escabechina.

La misma historia de siempre

Es increíble, pero cierto, cómo el odio al catolicismo persiste aún hoy, plasmado en profanaciones y saqueos de lugares santos. Hablamos de iglesias. La última tropelía cometida ha sido el robo de la Custodia en el convento de Las Bernardas de Jaén. La Policía logró detener al delincuente, pero no pudo recuperar la Sagrada Forma. Por no hablar de la exposición blasfema con Formas Consagradas en el Ayuntamiento de Pamplona regido por Bildu, o de los insultos a la Virgen María incluso en actos oficiales, además del ataque a las procesiones de Semana Santa. Durante la Guerra Civil hubo que lamentar también saqueos y profanaciones. El testimonio del ministro republicano Manuel Irujo tampoco es sospechoso de parcialidad. El 7 de enero de 1937 presentó al Consejo de Ministros un Memorándum sobre la persecución religiosa donde resumía la situación de la Iglesia en el bando republicano. Según él, la mayor parte de los altares, imágenes y objetos de culto fueron destruidos. Las iglesias se cerraron al culto y una gran parte de ellas se incendiaron.

Misa diaria en la celda de Kolbe

En 1918 Maxilimiliano Kolbe fue ordenado sacerdote y un año después fundó con otros sacerdotes franciscanos la asociación Milicia de la Inmaculada. Durante el tiempo que sufrió cautiverio en Auschwitz y también en la celda de hambre a la que fue confinado, Maximiliano Kolbe celebró, mientras pudo, todos los días la Santa Misa y distribuyó la Comunión a otros prisioneros: el pan dado a los prisioneros era ácimo, utilizado muchas veces para la Eucaristía, al tiempo que los guardianes que simpatizaban con él le hacían llegar el vino.