El terror durante la Revolución Rusa para los ojos de un extranjero
La historiadora Helen Rappaport ha reunido en «Atrapados en la Revolución rusa» las vivencias de extranjeros que se vieron sorprendidos en el país durante la caída de los zares y que dejaron escritos escalofriantes testimonios de esos días
La historiadora Helen Rappaport ha reunido en «Atrapados en la Revolución rusa» las vivencias de extranjeros que se vieron sorprendidos en el país durante la caída de los zares y que dejaron escritos escalofriantes testimonios de esos días
Isaiah Berlin, uno de los pensadores más famosos del siglo XX, tenía un recuerdo traumatizante de las jornadas revolucionarias en Petrogrado, que vivió con siete años de edad: el linchamiento de un policía del que «decían que había disparado a los manifestantes desde un tejado (...) El hombre estaba lívido y aterrorizado y trataba de librarse casi sin fuerza de sus captores (...) esa imagen no me ha dejado, inoculándome un horror permanente ante cualquier tipo de violencia». Este es uno de los mil testimonios recogidos por la historiadora británica Helen Rappaport, en su obra «Atrapados en la Revolución rusa» (Ediciones Palabra, Madrid, 2017), en la que extiende las vivencias de un centenar de extranjeros testigos del triunfo revolucionario sobre el cañamazo histórico del ocaso zarista.
Periodistas y diplomáticos asistieron como profesionales a las turbulencias revolucionarias, pero la mayoría: enfermeras, industriales, banqueros, comerciantes y familiares, sufrió la experiencia involuntariamente, atrapada en la capital de los zares por la imposibilidad de abandonarla, cortada la vía del Báltico por la guerra submarina ilimitada impuesta por Alemania en febrero de 1917. La historiadora ha buceado en crónicas periodísticas, informes diplomáticos, memorias y correspondencia, buscando los testimonios de aquellas jornadas, tan espectaculares como atroces.
Una época moribunda
El embajador británico, Sir George Buchanan, que tenía una relación privilegiada con Nicolás II por la su decanato diplomático y por la alianza ruso-británica en la guerra, percibía desde hacía meses la gravedad de la situación y había recomendado a los 2.000 súbditos británicos que abandonaran Rusia, pero sus consejos resultaron tan inútiles como los formulados al Zar para que designara un Gobierno acorde con la época y con las penurias de sus súbditos; incluso había dicho al gran duque Nikolai Nikolaievich, tío del zar: «Si el emperador continúa respaldando a los actuales consejeros reaccionarios me temo que la revolución es inevitable». Más aún, el 30 de diciembre –Las fechas se han incluido siguiendo a la autora y corresponden al calendario juliano, que va con un adelanto de 13 días respecto al gregoriano empleado ya entonces por los países desarrollados y hoy universal, salvo a efectos religiosos, como el calendario musulmán, o culturales, como el chino o el japonés– había visitado al zar en su palacio de Tsárkoye Seló y le rogó que «hiciera algunas concesiones sociales y políticas para restaurar la confianza en el trono». El zar calificó sus temores de exageraciones y trató de disiparlos. Más tarde el embajador escribió: «Dependía de él conducir a Rusia a la victoria y a la paz permanente o a la revolución y al desastre», consciente de lo baldío de su esfuerzo, el diplomático se fue abatido pero, también, aliviano por habérselo dicho.
Dos días después, en año nuevo, Nicolás II ofreció una gran recepción al cuerpo diplomático. El boa-to de la fiesta y la brillante superficialidad del zar no pudieron ocultar a los más perspicaces la vacuidad de sus ojos y su agotamiento. Según Maurice Paléologue, embajador de Francia: «Su rostro pálido traicionaba la naturaleza de sus pensamientos más recónditos». Otro intuyó que la fiesta era «el brillo y la pompa de una época moribunda». David R. Francis, embajador norteamericano, creía que «Casi nadie se dio cuenta de que estábamos asistiendo a la última aparición pública del último regente de la poderosa dinastía Romanov».
Aquellos días, nobleza y burguesía celebraban ostentosamente la Navidad y Año Nuevo; el champán corría a ríos por sus palacios; la música y el baile alcanzaban las madrugadas; damas y caballeros alborotaban beodos los amaneceres, mientras cientos de miles de obreros se dirigían a las fábricas y sus mujeres corrían a formar las colas del pan. Las raciones eran mínimas y horrorosa su calidad, pero el 19 de enero se anunció que el pan sería racionado y las colas aumentaron –y con ellas, el número de hipotermias– en busca de la mísera porción. Cuando la lograban corrían «apretando contra si el cálido pedazo de pan tanto para conservarlo como para calentarse», observó J. Butler Wright, consejero de la embajada norteamericana, percibiendo que las mujeres «comenzaron a sublevarse por tener que hacer esas colas desde las cinco de la mañana, ante las tiendas que abren a las 10, con temperaturas por debajo de –30º».
El embajador Paléologue quedó sobrecogido en esas fechas por «la expresión siniestra en los rostros de los pobres, que habían esperado toda la noche para comprar pan. Los ánimos estaban variado del estoicismo a la furia; había mujeres que pasaban más de 40 horas semanales en una cola y algunas habían apedreado los escaparates de los hornos de pan». El fotógrafo y cineasta norteamericano Donald Thompson, que trabajaba para la Paramount, escribía: «Al ver estas colas y la expresión de esta gente apenas podrías creer que estamos en el siglo XX. La gente estaba nerviosa, inquieta, acechando en las sombras, esperando no se sabe qué».
Asaltando cementerios
La novelista Marta Aleksandrovna Almedingen, que vivió la Revolución con 19 años, recordaba las consecuencias del frío, sin combustible para combatirlo. Los más humildes buscaban madera despedazando durante la noche las barcazas del Neva o, menos peligroso pero más macabro, asaltando los cementerios «con la caída de la noche (...) para llenar sacos de leña con las cruces de madera de las tumbas de la gente pobre».
El 23 de febrero, día Internacional de la Mujer, la indignación y la ira desbordaron la compuerta levantada para contener las demandas. A las manifestantes se añadieron estudiantes y obreros, unas 90.000 personas. «Los cánticos de la mañana –según Thomson– se habían convertido en un alarido terrorífico y, a la vez, fascinante». Esa tarde, J. Butler Wright intuyó la victoria revolucionaria al ver como «Los fieros guardianes del zar (los cosacos)» que el domingo sangriento de 1905 habían aplastado y acuchillado a los manifestantes, se portaban de «forma más amable», limitándose a controlar a la multitud «sonrientes y saludándola con sus gorros mientras la iban conduciendo».
El viernes 24 siguieron las manifestaciones con la particularidad de que los cosacos las defendieron contra la policía y, por la noche, doscientos soldados intercambiaron disparos con la policía. Con el tiroteo de fondo, se celebró la renombrada fiesta de la princesa Radziwill. Claude Anet, de «Le Petit Parisien», se preguntó al ver bailar al duque Vladimirovich: «¿Estará participando ese vástago de la aristocracia rusa en su último tango?». Así se confirmó el domingo 26: en la calle había unos 300.000 manifestantes y los cosacos se negaron a dispersarlos, chocando con la policía empeñada en hacerlo. Thomson contó que un cosaco traspasó con su sable a un «faraón» (policía) que atacaba a la multitud; seguidamente, «los cosacos cargaron a latigazos, hasta que los policías huyeron aterrorizados». La gente vitoreó a los cosacos y los cubrió de besos y regalos. Boris, el intérprete de Thompson comentó emocionado: «Ha llegado el día de la verdad (...) Los cosacos están con el pueblo (...) Es la primera vez que un cosaco desobedece una orden». El Gobierno ocultó al Zar –en el frente, a 800 kms.– la gravedad de la situación y la zarina Alejandra contribuyó a su confusión asegurándole que se trataba de «un desahogo obrero», «cosa de vándalos», «jovencitos y chicas corriendo y gritando, por diversión, que no tienen pan».
El lunes Rojo
Al día siguiente, 27 de febrero, el «Lunes Rojo», el embajador francés le comentó al británico: «En 1789, 1830 y 1848 fueron derrocadas tres monarquías en Francia porque tardaron demasiado en darse cuenta del significado y la fuerza del movimiento que se les oponía» Al finalizar esa jornada, seis regimientos estaban sublevados y muchos manifestantes se habían armado tras asaltar un cuartel de artillería y su polvorín, las cárceles, el palacio de Justicia y numerosas comisarías.
La muchedumbre asesinó a cuantos se le opusieron e incendió varios de los edificios saqueados. La revolución desorganizada y sin directrices claras aterrorizó la ciudad, en cuyas calles había, aparte de unos 65.000 soldados sublevados, más de 50.000 paisanos armados, gritando hasta desgañitarse «abajo la guerra» «muerte a la autocracia» y disparando al aire si no hallaban un opositor al que tirotear. Adolescentes y niños blandían sables turcos, espadas japonesas o pistolas arramplados de museos o comisarías. Un menor se apoderó de una automática y apretó el gatillo, matando en el acto a un compañero. Paralizado y con el dedo agarrotado, disparó todo el cargador matando o hiriendo a cuantos le rodeaban.
El piloto norteamericano Bert Hall, agregado al servicio aéreo ruso, tras haber escuchado que la Duma acaba de nombrar un Gobierno provisional, comentó que estaban asistiendo a «Una revolución creada por azar (...) Sin organización ni líder concreto, nada más que una ciudad de hambrientos, que habían aguantado demasiado zarismo y estaban dispuestos a morir antes que seguir soportándolo». No lo harían más. Nicolás II, sin respaldo militar, abdicó el 2 de marzo de 1917 (15, gregoriano). Pero la revolución bolchevique que le sucedería, empeoraría las pesadillas más horrorosas de la época zarista.
MATANDO HOMBRES COMO MOSCAS
El número de las víctimas de la semana revolucionaria de Petrogrado fue uno de los datos más perseguidos por los periodistas extranjeros y uno de los más controvertidos. Según Hugh Walpole, también periodista y representante de la Cruz Roja, los muertos no sobrepasaron los 4.000 (policías en un alto porcentaje). Claude Anet elevaba la cifra de muertos y heridos a 7.000; Florence Harper a 2.000 muertos y miles de heridos; y Thomson a 5.000 víctimas o poco más. Celebrados los funerales y con el Gobierno provisional en ejercicio, siguió pendiente la presencia de extranjeros que deseaban repatriarse. No fue rápido. Por unas u otras causas muchos continuaron allí. El embajador francés Maurice Paléologue se fue en abril, triste por haber asistido al «final de un orden social y al hundimiento de todo un mundo» y escéptico sobre el futuro: «Rusia está entrando en un largo período de desorden, miseria y ruina. (lamentó) la bancarrota final de liberalismo ruso y el acechante triunfo del Soviet (...) ¡Llora, llora, mi Santa Rusia...!». Otros llegaban, como la sufragista femenina Emmline Pankhurst , o periodistas, cuyas crónicas narrarían la lucha de los bolcheviques contra el Gobierno de Kerenski y su triunfo en otoño, consumando el proceso revolucionario que encumbraría a Lenin en medio de un baño de sangre. El mayordomo de la embajada americana, Phil Jordan, escribía: «Estos enloquecidos se están matando entre sí como nosotros aplastamos moscas en casa (...) Nunca he visto un lugar en el que la vida humana tenga menos valor que en la actual Rusia».
LA MARSELLESA COMO ES DEBIDO
Florence M. Harper, de la revista «Leslie’sWeekly», fue una de las periodistas más activas: no sólo vivió las jornadas revolucionarias en Petrogrado sino que, después, narró desde Moscú el triunfo bolchevique y aún tuvo el coraje de pasar varios meses en el frente como enfermera voluntaria, antes de regresar a EE UU en 1918. Sobre el 23 de febrero, escribió que estuvo en una manifestación de mujeres, estudiantes y obreros que cantaron La Marsellesa: «Había escuchado cantarla muchas veces, pero aquel día fue la primera que la oí como es debido (...) Esa gente era de la misma clase y la cantaba por la misma razón que los franceses lo habían hecho por primera vez algo más de cien años antes (...) Un tranvía se acercó, lo detuvieron, se hicieron con el control y lo estrellaron contra un montículo de nieve» y lo mismo ocurrió con otros tres... Luego se les unieron soldados heridos y curiosos sin que la policía acertara a contenerlos. Finalmente, en vista de que comenzaron a sonar disparos, se retiró: «Las balas encuentran su camino hasta los inocentes transeúntes».
«Atrapados en la Revolución Rusa»
Hellen Rappaport
Ed. Palabra
496 páginas,
24,50 euros