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Emmy Hennings: «No puedo acordarme de qué aspecto tengo»

Se publica en castellano «Cárcel», el testimonio en primera persona del paso por el presidio de la fundadora del Cabaret Voltaire

Emmy Hennings en una fotografía de 1917, cuando ya había decidido apostar por la literatura / Editorial El Paseo
Emmy Hennings en una fotografía de 1917, cuando ya había decidido apostar por la literatura / Editorial El Paseolarazon

Se publica en castellano «Cárcel», el testimonio en primera persona del paso por el presidio de la fundadora del Cabaret Voltaire.

«Estoy delante de una alta puerta de hierro que intento abrir. Lo intento, vacilante, sin intención. Pero la puerta está cerrada y yo me siento como liberada (...) Veo un jardín nevado a través de los gruesos barrotes. Una casa larga y gris, más triste que una fábrica al amanecer. Seguramente una cárcel se parece a otra, todas se asemejan. Pero la cárcel en la que debo in­gresar es la más tenebrosa que pueda imaginarme (...) Voy a entrar, aunque sé que peco en contra de mí misma si entro en esta casa». Emmy Hennings (Flensburgo, 1885-Sorengo-Lugano, 1948) se quemaba por dentro, pero no le quedaba otra. Acababa de ser condenada por robar a uno de sus clientes durante su breve, pero intensa, etapa de prostituta. Fue el único medio de supervivencia de la escritora alemana durante los azarosos años previos a su marcha, junto a Hugo Ball, a Zúrich. Aun así: «Considero que no he robado», reconocía ya dentro de la penitenciaría, que «me suena a potro de tortura», apuntaba. Luego se despojaría de «¡blusa, medias, lazos, alfileres, todo!» y allí se quedaría por un mes.

Pero no era la primera vez que Hennings se topaba con los «barrotes de hierro imposibles de sobornar». Así describió la protagonista la ventana de su celda durante sus semanas previas de prisión preventiva –por consultar si podía salir del país mientras esperaba el juicio–. «Tengo un miedo ilimitado y me voy al último rincón de la habitación. Tengo la misma sensación que si fuesen a asesinarme. ¡Pero tengo suficiente presencia de ánimo como para pensar si tiene sentido defenderme! (...) Me parece estar soñando; ni siquiera sé por qué estoy aquí; estoy sentada en un banco de madera y lo encuentro agradable (...) No sé ni hacia dónde debo mirar; todos me están mirando. Siento vergüenza de estar sentada sola y me deslizo por el largo banco, tan disimulada como puedo, siempre hacia la izquierda. Es un largo final». Es el testimonio que recoge «Cárcel» (El Paseo), la primera toma de contacto del lector español con las memorias del paso de Hennings por el presidio en 1914.

Se cerró la puerta de la celda, y allí quedó sola en una habitación de «seis por seis [pasos]». Buscó algún objeto colorido con el que distraerse, «algún desorden que me estimule». Pero todo era demasiado «limpio y gris» para tal sueño. Cualquier cosa le valía. Hasta hacer de la insulsa mirilla su pequeño mundo: «Se coloreará y se adornará de un lazo y se transformará en un Panorama. Disfrutaré, me tranquilizaré, me repondré. Soñaré un nuevo mundo para mí: es posible. Quizá abandone esta casa con el alma y el cuerpo curados; pero la mirilla no debe perder su poder de atracción. ¿Me hipnotiza esa mirilla o me hipnotizo yo misma? Las cosas muertas tienen ojos que quizá sean más misericordiosos, fieles, que los vivos», cuenta en un libro que ahora incorpora los bocetos del artista y cineasta Hans Rich-ter que no se incluyeron en la primera edición.

Dadaísta y cabaretera

Asociada a la creación del movimiento Dadá en Zúrich y a la fundación del Cabaret Voltaire, también fue una artista que desde 1912 desarrolló «un periplo creativo muy singular, y muy olvidado, en el seno de la cultura expresionista alemana asociada a los cabarets», explican Fernando González Viñas y David González Romero. El traductor y el director de la editorial, respectivamente, son los responsables de un volumen que une dos vertientes: la narrativa autobiográfica, poco complaciente y de denuncia; y la poética con «Estrofas del éter (“La última alegría” y otros poemas)», donde Hennings aborda el mundo de la prostitución –«(...) Vuelvo a pensar en las muchachas,/ que como yo ejercen el amor./ Cuando cantamos canciones populares,/ entre sollozos, entre risas./ Y ahora yazco abandonada/ en la silenciosa habitación blanca./ ¡Oh, vosotras hermanas de las calles,/ visitadme en el sueño de la noche»– y de su adicción al éter y a la morfina –«(...) Quiera la gente darse prisa,/ aún cae turbia la lluvia hoy/ mientras nosotros atravesamos volubles la vida/ y dormimos, confusos, hacia el más allá»–. Una atmósfera que, recuerda González Viñas, compararon en su tiempo con la de autores como Knut Hansum o Fiódor Dostoievski.

Pero aquí es la propia «performer» la protagonista, «convierte su propia persona en personaje literario, y lo hace porque sus venturas y desventuras son tan descarnadas y feroces que difícilmente pueden ser superadas por la imaginación de un novelista», continúa el traductor. Son constantes las referencias a un mundo en el que predomina el «gris», repite una y otra vez, y donde ni ella misma reconoce: «Olvido mi rostro. Veo cómo mis manos están sobre mi regazo, las muevo. Mis manos me resultan ajenas. ¿Cómo llegué a esta falda a rayas? Extraño (...) Intento imaginar qué aspecto tengo y no puedo acordarme exactamente. Estoy sorprendida de mi pelo tan corto, cortado hace ya seis años debido al tifus (...) Me miro en el espejo y compruebo que tengo un aspecto terriblemente enfermizo y estoy muy delgada. Me cuelgan los cabellos, lacios, sobre las orejas. Hay un peine en el lavabo y tengo la oportunidad de ponerlos en orden. Pero estoy triste y me falta cualquier ilusión para ello», lamentó Hennings a lo largo de ese encierro de «días inacabables».

Entre sus obsesiones, trabajar para hacer la espera más corta, hacerse entender con «estas dos personas [Anna y Hafner] cuya lengua me resulta extraña» o no permanecer tranquila: «Rabiaré, en ese caso. Es lo peor que puedo imaginarme. No me puedo calmar. No puedo decepcionarme, defraudarme a mí misma. No puedo decir algo así como: ya pasará. No puedo convencerme de que esta cárcel ha sido un regalo navideño. Si comienzo con el engaño, mostraré capacidad para el embuste, el presidio será paraíso. ¿No podría acabar teniendo la capacidad de matar personas por puro aburrimiento?».

Lucha sin respaldo

Son las frustraciones de una mujer sin libertad que hizo de «Cárcel» su denuncia. El grito de Emmy Hennings ante las injusticias que la hicieron hasta buscar razones para la bondad: «Qué enrevesada me he vuelto», dijo frustrada. Lo suyo fue una lucha sin el respaldo de una posición burguesa que sí tuvieron la mayoría de las mujeres protagonistas de los años del expresionismo literario alemán como Else Lasker-Schüler y Sophie Taeuber-Arp. «Se atrevió a escribir a pecho descubierto sobre la ruindad del sistema jurídico germano, sobre la situación de indefensión de las mujeres, obligadas a prostituirse para sobrevivir y culpabilizadas por los propios hombres que utilizaban sus servicios», cuenta González Romero. Así lo denunciaba la escritora: «La parcialidad es inquietante. Se debería castigar a la seductora y al seducido: la oportunidad y el ladrón (...) Se toma a la criatura más indefensa, una muchacha de la calle. Si está prohibido dejarse pagar horas de amor, debe prohibirse pagar horas de amor. Pero la experiencia enseña que las personas no pueden vivir sin horas de amor. Así que habría que organizar el amor de otro modo», razona Hennings.

Pasaron las semanas, cuatro, hasta llegar a ese día «nuboso, crepuscular y frío». A las cuatro y veinte y con un papel en la mano con el que demostrar que había cumplido por su hurto. Sin saber a dónde ir. Pero qué más da. «A casa conducen todos los caminos que una emprende voluntariamente. Llegaré a algún lugar».