Pintura

En el taller de Miró: «El color fue una lucha terrible para mi abuelo»

Vista del estudio de Miró, con todos sus cuadros, sillas y lienzos, pero sin la presencia del pintor
Vista del estudio de Miró, con todos sus cuadros, sillas y lienzos, pero sin la presencia del pintorlarazon

El fotógrafo Jean Marie del Moral reúne en «El ojo de Miró» la colección de objetos que el pintor conservaba y que utilizaba como «alfabeto visual.

Joan Miró soñaba con los pies en la tierra. Su estilo no provenía de la adhesión a ningún manifiesto artístico, sino de la infancia. Aún era un niño cuando levantó la cabeza hacia el cielo y dijo que era morado. Su padre se rió, pero en esas palabras ya se vislumbraba el artista que sería después, aparte de que, con toda probabilidad, tuviera razón. El surrealismo, con su inherente subversión del orden, su empeño por asomar la mirada por debajo de las faldas de la realidad, no deja de ser un movimiento de adultos que han perdido su ingenuidad pero no la fantasía que caracteriza la puericia. Miró venía musculado de imaginación y veía en lo inmediato, la concha que encontraba en la playa, el tocón que recogía en el campo, la orfebrería ocasional que adquiría en el puesto ambulante del mercado o la feria, un motivo pictórico, un color, un tema, una inspiración, una forma escondida o disimulada en el azar.

Un pintor es un descubridor voraz, insaciable y violento; un conquistador encerrado en su propio mundo que devora tonos, materias y sensaciones igual que un Cronos bárbaro. Cuando el artista falleció en 1983, dejó detrás de sí toda la cartografía de su obra variada y prolífica y, también, el abecedario visual que le orientó en su exploración abundante de la pintura, la escultura y la cerámica, esos objetos que coleccionaba y que él reducía a la impresión de un círculo, un fondo, un matiz. El fotógrafo Jean Marie del Moral ha trabajado todos los lunes durante tres años para retratar el estudio del artista y el gabinete de curiosidades que esperaba en su interior y que da una certera pista de cómo funcionaba la inteligencia artística de Miró. «La primera vez que entré en su taller me impresionó tanto que todavía lo recuerdo perfectamente. Era como penetrar en su espacio mental. A partir de ese momento me he interesado por estas estancias tan especiales», comenta.

Arte con música

Las imágenes de Jean Marie del Moral recogen el orden de un creador meticuloso que destilaba las figuras, las desposeía de su capa matérica y las reducía a la esencia de una geometría, de un rayo de luz amarillo, verde. «Él trabajaba constantemente, todo el tiempo –explica Joan Punyet Miró, nieto del artista–. Durante los sueños visualizaba, a través de la magia del subconsciente, un objeto que le había interesado y, por el día, lo poseía. Mediante la fantasía y la libertad lo elaboraba». Y añade una metáfora para que se entienda la manera de trabajar de su abuelo. La de esos arqueros japoneses que se concentran en colocar una flecha en el centro de una diana. «Para conseguirlo tienen que desprenderse de ellos. Esa flecha es una imagen de las obras de Miró. Permanecían en su interior hasta que, de repente, las ejecutaba en pocos minutos. Pero cuando terminaba un cuadro o una escultura, estaba depurada», relata Punyet. Este proceso también estaba empujado por una influencia esencial en el caso del artista: la música. John Cage, la banda sonora que trajeron los sesenta y el jazz –en especial Duke Ellington, que escribió «Blues para Joan Miró»– iban marcando los compases y los diferentes pasos de su pintura, de la arquitectura de sus estatuas. «Era un hombre –insiste Punyet– que estaba en su planeta. Y no se alejaba mucho de él. Después de comer, a la hora de la siesta, solía coger un lápiz y, en papeles reciclados que procedían de recortes, el envoltorio de una ensaimada, un embalaje, llevaba a cabo lo que llamaba “ejercicio de la mano”. Dejaba que la mano le guiara por la superficie. Era uno de los aspectos que le diferenciaban de Picasso. Solía comentar que la mano académica había afectado al malagueño. Decía: “Todo lo que hace queda perfecto” y en esa expresión había planteada una negación. Miró poseía la imaginación del chamán, del brujo; Miró luchaba constantemente por desmitificar a Miró, para adecuarse a los distintos accidentes del universo».

Un pintor primitivo

El libro recoge la estancia donde el artista pintaba, pero también enseña los diferentes recortes de periódico, las postales, fragmentos tintados de papel que colgaba de las paredes y que, todos juntos, en perspectiva, casi constituyen una de sus simbólicas constelaciones. Miró entretenía su mirada en estas postales, fotografías e imágenes, y extraía de ellas ideas y motivaciones, pautas que marcaran el decurso de su pintura. Pero el libro también se centra en otro tipo de obra, que salió de su muñeca y que no aparece en ningún libro, y que muchas veces pasa desapercibida. Son los carboncillos que Miró trazó en los muros estucados de su taller mallorquín y que remiten al pensamiento salvaje del artista, a sus pulsiones más íntimas y, quizá, tan incontrolables como la tentación de firmar en una superficie en blanco con la estampa de un dibujo. Las paredes de los sótanos y los pasillos constituyen un laberinto de superficies caligrafiadas, pobladas de signos, evocaciones y representaciones, que aluden a las formas que pueden encontrarse en las cuevas prehistóricas. «Él era un artista prehistórico, que pintaba en las paredes igual que lo hacían nuestros antepasados en Altamira o Lascaux. Ahí plasmaba, como ellos en su momento, las figuraciones que le aparecían en los sueños. Verlas es como adentrarse en su propio subconsciente. Miró poseía la mirada intuitiva del druida. Estaba capacitado para visualizar cualquier objeto», explica Joan Punyet. Miró paseaba cada día por la playa, por el monte. Necesitaba el ejercicio físico para que su psique permaneciera activa, atenta a los hallazgos. En sus rutas recogía del suelo una piedra o los diferentes objetos que traía la marea. Para unos, sólo eran desperdicios. Cuando él tomaba en sus manos esas piezas huérfanas, se convertían en arte por el único influjo de la mirada. Pero en esa secuencia monótona y cotidiana subsistía la manía y la obsesión de un hombre: la de siempre evolucionar y jamás acomodarse en el éxito. «A lo largo de toda su vida intentó que todo lo que hiciera resultara nuevo. Nunca quería caer en la repetición», aclara Joan Punyet. Mantuvo esa actitud hasta el final, incluso cuando tenía ochenta años. Un empeño del que procedían la «frescura y la vitalidad» que impregnan su obra. «Su lucha más terrible fue el color. Al principio se fijó en Cézanne, Van Gogh, los fauvistas. Creaba sus colores. Luego, en los sesenta se pasó al óleo y, a continuación, al acrílico, porque se secaba más rápido. A través de esas técnicas consiguió distintos colores hasta llegar a los cinco primarios: rojo, amarillo, azul, verde y negro. Entonces llegó el Miró más puro».