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En otro lugar de La Mancha

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Gonzalo Núñez. La RAE consagra con una edición crítica en su cuarto centenario la importancia del «Quijote de Avellaneda», la segunda parte apócrifa que obligó a Cervantes a proseguir las «verdaderas» aventuras del hidalgo.
Incluso negocios tan poco lucrativos como las letras tienen sus camarillas, facciones y trincheras. Y si el ego y la envidia son el metal con que comercian las musas, en pocos sitios como el Madrid de principios del siglo XVII se ha ejercido el capitalismo salvaje. La del «Quijote de Avellaneda» es una de las páginas de oro de la «mala baba» patria en una época en que no escaseaban los duelos con derramamiento de tinta. En apenas unas cuadras, las que hoy conocemos como el Barrio de las Letras, se asaetaban Góngora y Quevedo, se ajusticiaba a traición a Villamediana o cargaba pluma en ristre Salas Barbadillo contra todo lo que se moviera.
Conviene decirlo cuanto antes: el «Quijote de Avellaneda» es un ajuste de cuentas con el «manco de Lepanto» tomando como rehén a su propia criatura y prometiendo un compendio «menos cacareado y agresor de sus lectores» que el de Cervantes. Basta leer el prólogo para entender que alguien (o «álguienes») en la Villa y Corte no quería del todo bien al hombre que diez años antes había dado el «pelotazo» (literario, que no económico) con la historia de un hidalgo enajenado por las lecturas medievales. Avellaneda –sea quien sea quien se esconda detrás de este seudónimo que aún no ha sido descifrado– carga contra un Cervantes envidioso, malencarado, sin amigos y sin genio en las páginas iniciales. Y, para colmo, prosigue sin permiso los trabajos de su Caballero de la Triste Figura, desenamorado de Dulcinea y más grotesco que nunca.
Un acicate para Cervantes
Con estos mimbres, algunos pondrían en tela de juicio la iniciativa de la Real Academia de la Lengua de encumbrar a su Parnaso particular (la Biblioteca Clásica) una obra que siempre ha despertado controversias entre los cervantistas. Pero para los académicos es una cuestión de justicia histórica y crítica, pues, como defiende Luis Gómez Canseco, responsable de esta edición, el «falso Quijote», amén de ser independientemente valioso, supuso un acicate indispensable para que Cervantes acometiera la segunda parte de su propia obra maestra y exactamente con todos los ingredientes de la modernidad que se le valoran como la intertextualidad y la ironía.
Para Francisco Rico, director de la Biblioteca Clásica y académico, Avellaneda le debe a Cervantes «todo lo bueno y todo lo malo». Entre ambos forman un tándem perfecto, a siglos vistas. De Cervantes tomó en 1614 el protagonista y la temática, y de éste recibió el bofetón con mano abierta y extra de genialidad que es la segunda parte canónica del «Quijote». Sin Avellaneda, quizás no hubiera habido dicha continuación. Es más, existen indicios para pensar que, tras una década de silencio, con 67 años, Cervantes no estaba muy por la labor de volver a La Mancha. Pero el segundo tomo de sus aventuras «versionada» por Avellaneda ejerció como resorte sobre el «manco de Lepanto» –que no era tipo de rehuir grescas– y justo al año siguiente daba a la imprenta su colosal «venganza» contra la «venganza», aquella vuelta a las andandas de Don Quijote y Sancho, cargando desde las primeras páginas contra sus falsos historiadores y, más concretamente, contra aquel escritor «fingido y tordesillesco» que se escondía detrás del apellido Avellaneda.
«Apunta a las estrellas y alcanzarás la luna», reza el dicho. Quizás por su tremenda osadía y por el oportunismo histórica que representó en el orbe cervantino, Alonso Fernández de Avellaneda, que se atrevió con el «best seller» más sonado de principios del XVII, ocupa hoy un lugar de honor en el canon propuesto por la RAE con sus 111 títulos de la Biblioteca Clásica, que van del «Cantar del Mío Cid» a «Los Pazos de Ulloa», de Emilia Pardo Bazán. Más de un centenar de obras que, como destacó ayer el director de la institución, Darío Villanueva, son una apuesta por la «memoria cultural de una lengua o una civilización», más allá de los intereses comerciales y a pesar de que a veces los astros desinteresados y crematísticos confluyan, caso de la edición de la «Historia verdadera de la conquista de Nuevo México», de Bernal Díaz del Castillo, que ya va por los 8.000 ejemplares vendidos.
Fruto de esa apuesta por dotar a instituciones, universidades, estudiosos e interesados varios de un corpus de obras indispensables de nuestra bibliografía nacional, la RAE acomete paralelamente a la Biblioteca Clásica la edición de obras anejas. En este apartado, la institución presentó ayer «Diálogos sobre la vida feliz» y «Epístola exhortatoria a las letras», de Juan de Lucena, y la «Historia de los indios de la Nueva España» de fray Toribio de Benavente. Las obras se editan en virtud a un acuerdo de patrocinio a largo plazo con la Fundación Aquae y la Obra Social «La Caixa».
La publicación del «Quijote de Avellaneda» supone un hito en un nuevo año cervantino que comienza, cuando se cumplen cuatro siglos de la segunda parte del Quijote «verdadero». La RAE, que continúa asimismo la conmemoración («no de fastos», según Villanueva) de los 300 años del nacimiento de la institución, prevé reunir en 2016 las obras completas del «manco de Lepanto», tras cerrar con el «Persiles y Sigismunda» la edición crítica de todos los trabajos del más conocido autor hispano.