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Festival de San Sebastián | "Un amor": perra misantropía

Isabel Coixet indaga en las motivaciones de una mujer en huida continua, excepcional Laia Costa, para profundizar en sus reflexiones sobre el deseo
Laia Costa (izda.) y Hovik Keuchkerian en "Un amor", de Isabel Coixet
Laia Costa (izda.) y Hovik Keuchkerian en "Un amor", de Isabel CoixetBUENAPINTA
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Si a uno le alcanza la egolatría como para traerse los preceptos de Kant a lo contemporáneo, bien se puede deducir de sus tesis sobre la misantropía que lo peor del ser humano siempre tiene que ver con el placer. Hay ahí algo de gusto subversivo contra lo religioso, no nos vamos a engañar, pero ponernos a hablar de la culpa cristiana quemada a fuego en la filosofía occidental solo forzaría el bostezo. La cuestión verdaderamente relevante es, pues, que desde Séneca a Schopenhauer, todos los pensadores de ceño fruncido han ido a dar con el mismo axioma: elevar el deseo a necesidad nubla la moral. Sin barba y con menos galones que aquellos (pero con más Premios Goya), la directora Isabel Coixet inaugura en "Un amor", película con la que vuelve a la Sección Oficial a concurso de un gran festival internacional como el de San Sebastián, una nueva y caótica página en el libro de la misantropía histórica.
La directora, adaptando aquí a la súper-ventas Sara Mesa como antes hizo con Fitzgerald y Roth, prescinde de cualquier entropía a la que agarrarse cuando decide darnos la bienvenida a su relato casi sin ubicarnos. Desmarcada del cine periférico que ha marcado el devenir del séptimo arte español en la última década (lo catalán de "Alcarràs", lo gallego de "Matria" o lo vasco de "20.000 especies de abejas"), Coixet pasa olímipicamente de la pulsión rural que ha vertebrado el discurso poblacional patrio. No le interesa la España vacía, ni la vaciada. Por no importarle, no le importa ni decirnos dónde demonios está el pueblo en el que pierde a su Nat protagonista. Lo que de verdad le interesa, en su inteligente mapa de desubicaciones, es la misma sensación de levedad. No hay eje X y ni eje Y, solo una mujer jugando a la comba con el eje Z, huyendo hacia adelante y quemando todos los puentes que sea capaz de encontrar.
"Un amor", de Isabel Coixet, compite por la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián
"Un amor", de Isabel Coixet, compite por la Concha de Oro en el Festival de San SebastiánBUENA PINTA MEDIA
Es más que probable que, si subimos el volumen de "Un amor" hasta el borde de la pericarditis, podamos escuchar a la directora respirar tal y como el Joker de Heath Ledger en "El caballero oscuro" (2008), durante el interrogatorio al que lo somete Batman. Y es que pareciera darle tan igual la mirada judicial sobre su cine que Coixet, por fin, se desata como una directora profundamente contrariada con la naturaleza humana. No es que no la comprenda. No es que no la pueda entender. Es que la ha visto, tan fea y tan de cerca, que es incapaz de desarrollar una fábula de las obsesiones sin mostrarnos lo horribles que somos. Porque lo somos. Y de manera voluntaria o no, esa verdad queda al descubierto en algo tan aparentemente trivial como los cuidados que Nat le da a Sieso, el perro al que acaba acogiendo por pura presión de su casero (desdibujado, caricaturesco Luis Bermejo). Es tal la degradación (ni moral ni ética, casi orgánica) de cuantos personajes desfilan por la pantalla que hasta lo canino se acaba impregnando del veneno.
Ese veneno, primario y animal, también, tiene mucho de masculino. Porque "Un amor" es, en efecto, una valiente descripción y reivindicación del deseo en femenino, pero también un muestrario de hombres incompletos. Está el que solo ladra, un más que correcto Hugo Silva al que le viene perfecto el rol; el que llega a morder, encarnado por Bermejo; el que olfatea curioso, aquí un Francesco Carrill de nuevo sorprendiendo en otro registro más; y, al final del camino, el que muerde, ladra, olfatea y folla, un Hovik Keuchkerian en estado de gracia dando vida al perro definitivo, un busto hierático como de otro tiempo y hasta de otro país. Coixet, en una especie de contra-estudio de la sentimental "Cosas que nunca te dije" (1996), se entrega aquí a lo calculador del cerebro reptiliano para bordar cada uno de los malditos silencios que componen la película. Desde los que atacan al personaje de Laia Costa mientras intenta seguir trabajando hasta los que se suceden tras los jadeos del sexo animal, pasional, tierno o romántico con el personaje de Keuchkerian.
Nada de esto, sin embargo, funcionaría sin la extraordinaria labor de Laia Costa como protagonista. A veces infantil, a veces pasada de vueltas y siempre inteligentísima como para saber qué emoción le recorre el cuerpo a su personaje en cada momento, la actriz no es que firme su mejor interpretación hasta la fecha (¿Dónde está su techo?), si no que también es capaz de echarse la película a los hombros incluso cuando esta nos quiere hacer reír o quiere esbozar un marciano retrato de la burguesía de chalet. Tan desubicada como le exigía el guion, Costa funciona como un mariscal de campo de Coixet hasta cuando esta no tiene del todo claro qué estrategia quiere seguir, siempre que el caos lo permita. Y es que es tal la fe de Costa en Coixet y de Coixet en Costa que ambas cogen el volante de su descapotable y, en lugar de tirarse por el barranco como "Thelma y Louise", lo giran hasta que hace tope, derrapando como nunca antes derrapó un final en el cine español. Se ame o se odie, la perra misantropía de "Un amor" no se puede más que agradecer como reventón de costuras, como liberación de una maestra de nuestro cine que está inaugurando aquí una nueva e interesante etapa en su arte.