«Hablar de cultura se ha convertido en una aventura»
David Felipe Arranz disecciona en «Arquitecturas de la ficción» los cimientos de los clásicos de la literatura universal
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David Felipe Arranz disecciona en «Arquitecturas de la ficción» los cimientos de los clásicos de la literatura universal
Decía Emily Dickinson que, para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro. No en vano, la buena literatura es aquella que nos permite no sólo ahondar en vivencias ajenas; también viajar al interior de nosotros mismos, de conocernos y comprendernos mejor, de tal forma que construimos, sin apenas percibirlo, nuestro propio refugio. El escritor, periodista y filólogo David Felipe Arranz recopila en «Arquitecturas de la ficción» (Líneas Paralelas) más de 30 artículos en los que disecciona los cimientos de los grandes clásicos universales y revela el andamiaje de una serie de obras y autores que nos conmueven y -lo más difícil hoy en día- nos empujan a la reflexión. Los «arquitectos» de estos «hogares de palabras» van desde el Marqués de Sade hasta Ken Follet, pasando por Dostoievski y Mark Twain, y con especial atención a las letras hispánicas -Unamuno, Larra, Jovellanos, Umbral...-.
-Los cimientos de las arquitecturas de la ficción, ¿son menos sólidos en el siglo XXI que en épocas anteriores?
-La literatura siempre esta viva, desde Homero, y es sólida mientras es buena literatura. Cuando uno lee reanuda una vieja conversación ininterrumpida desde la Antigüedad y leer es enamorarse cada vez
-Relaciona la literatura con el cine, la política, la música, la fotografía... ¿Y con el periodismo que vivimos hoy? ¿Les separa más cosas de las que les une?
-Tendríamos que estar tan llenos de literatura que no prestásemos atención a las mentiras de los políticos. Y los periodistas, los primeros. O si hiciésemos información política, nos tendría que salir la pataleta metafórica de un Larra o un Mariano de Cavia. Tenemos en activo en esto del periodismo y la literatura al gran Víctor Márquez Reviriego, que sabe de lo que hablo. Raúl del Pozo también es heredero de esa forma de entender el periodismo, como lo entendía Umbral. Luego a Umbral le han salido aquí y allá imitadorcillos muy pesados en busca de fama, a los que no aguantaba en vida, y cuyo tintero está muy seco de contenidos; pero hay otro periodista escritor genuino que leo mucho, Ángel Antonio Herrera, que además es poeta. Me cae fenomenal. Al periodismo y la literatura les une todo, pero especialmente su compromiso ético, el mantenimiento de la cultura, ya que el Estado no se ocupa de ello.
-¿Ser lector en estos días se ha convertido en una aventura?
-Consumir y hablar de cultura se ha convertido en una aventura. Como el amor. Son pequeños milagros cotidianos. Puedes abandonarte a la idiocia colectiva alimentada deliberadamente por el sistema o buscar la excelencia en los grandes. Te mides las fuerzas un rato con Dante, Cervantes, Cyrano de Bergerac, Milton o Shakespeare y sales fortalecido: no es lo mismo que ver «Sálvame» o «Piérdete» en la tele porque te intoxicas. Pero hay que hacer un esfuerzo, sobre todo para conocerse mejor -que es a lo que nos ayudan los grandes, como Virginia Woolf, Kafka o Musil-, y eso no todo el mundo está dispuesto a hacerlo. Y son perennes, intemporales y antioxidantes, mejor que una mascarilla de potingue de la señorita Pepis.
-¿Cree que en los colegios españoles se enseña de verdad a los niños a leer? Interiorizar las obras, discutirlas, cuestionarlas...
-En los colegios hoy se enseña muy bien a conectarse a Internet y a hablar en inglés. En el Colegio San José de Valladolid tenía informática en E.G.B. a las 9:00 a.m.: te enseñaban las piezas, cómo funcionaba un procesador y el lenguaje binario. No me acuerdo absolutamente de nada ni tampoco me ha servido. Yo he tenido maestros como el poeta Emilio del Río, un jesuita que a sus 87 años está como una rosa, con una lucidez pasmosa, porque la juventud está en la mente, y cuyas clases magistrales de literatura europea no se me olvidarán mientras viva; al escritor y dramaturgo José González Torices, que ha publicado decenas de libros maravillosos y nos leía poemas en el aula. Y Urbano Pardo, que en paz descanse, un tipo verdaderamente estupendo. Y todos mis profesores de lengua y literatura, como Lorenzo Ferrero, convocaban a una auténtica fiesta de la lectura por las tardes y nos poníamos morados a leer clásicos y modernos y a hacer mesas redondas desde los siete u ocho años, comentando y discutiendo la generación del 27 o un texto de Sánchez Ferlosio. Y teníamos tutores, como el jesuita Luis Fernández Martín, que me descubría la intrahistoria de los comuneros, los esclavos, los comediantes y los moriscos y sabía más de literatura que nadie, relacionándola siempre con la historia. Recibía demás su cariño y su apoyo incondicional en todo durante doce años. A mí me ha determinado esa infancia ilustrada. ¿Hoy se hace eso? No creo.
-En el «mueble bar de la ficción» habla de las relaciones entre el alcohol y la literatura. ¿Se atrevería a decir que muchas obras maestras se las debemos a este tipo de «estímulos externos»?
-Me atrevería a decir que una buena obra literaria es como un vino envejecido en una barrica de roble, con la lentitud que dan los años. Las obras exprés no me las creo, al igual que no me creo a los escritores exprés que publican dos, tres o más obras de narrativa al año. Bien es malo lo que escriben o tienen negro. El ensayo es otra cosa, un género muy cercano al periodismo, y la perspectiva cotidiana sí puede arrojar al año un saldo literario reflexivo de un par de volúmenes. Si lo que me pregunta es si por empinar el codo se escribe mejor, creo que no. Aunque los tiempos que necesita un buen ribera del Duero y un buen poemario son similares, en su elaboración y, sobre todo, en su degustación: son placeres que hay que paladear muy lentamente, como todos los placeres. Y si son combinados, mucho mejor.
-Dedica un experimento que mezcla a Cervantes con Stanislav Lem. Supongamos que el «manco de Lepanto» hubiera nacido en nuestros días. ¿Cómo se lo imagina? ¿Tendría problemas para publicar?
-Me lo imagino como un aventurero avispado, uno de esos soldados que se convierten en poeta, lleno de experiencias. Publicaría seguro en un sello grande. Podría ser un soldado que vuelve de Afganistán o de Siria, bastante harto del frente, y que convierte todas esas vivencias en artículos literarios para «The Washington Post». Y en paralelo escribe una novela total, mientras vive rodeado de sus hermanas, su mujer, sus sobrinas, su hija... Tiene un par de encontronazos con la justicia y pasa algunos días a la sombra, escribiendo, por supuesto. Y muere solo y en la ruina. Muy de hoy como ayer, vamos. Cuando voy a la Casa Museo de Cervantes en Valladolid es como si lo sintiese allí, escribiendo y contemplando el mundo de Felipe III y su corrupto ministro, el duque de Lerma, de hito en hito. Las letras del barroco nacen de la consciencia de la primera decrepitud de los Austrias. Quevedo lo llevaba tan mal que no encontró otro camino para soportarlo que escribir el monumento de «Los Sueños» y «El Buscón».