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Historia de un engaño: del espiritismo a Houdini

Trucos para parecer que lo imposible puede hacerse realidad. Un ensayo repasa el devenir de este apasionante mundo desde el siglo XVIII y pone de manifiesto el enorme poder que ha tenido la sugestión a través del tiempo.
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Trucos para parecer que lo imposible puede hacerse realidad. Un ensayo repasa el devenir de este apasionante mundo desde el siglo XVIII y pone de manifiesto el enorme poder que ha tenido la sugestión a través del tiempo.
Existe en los seres humanos una atracción por lo prodigioso que se alimenta en la infancia con los cuentos de hadas donde los humanos se convierten en animales o viceversa, las hadas y las brujas realizan hechizos y los fantasmas aparecen en plena noche para transmitir algún recado del otro mundo. Con el paso de los años la fascinación ante lo maravilloso no desaparece por completo y suele ir acompañada de una curiosidad que cuestiona cómo es posible que sucedan ciertos fenómenos. El libro de Matthew L. Tompkins, mago y doctor en Psicología Experimental por la Universidad de Oxford, que edita Siruela, «El espectáculo de la ilusión. La magia, lo paranormal y la complicidad de la mente» aúna en su atractivo título dos sustantivos: ilusión y espectáculo. A lo largo de la historia de la humanidad siempre ha existido un público dispuesto a dejarse llevar por un espectáculo de magia, ya sea portentoso o simple y rudimentario.
Ya en 1584, un libro de Reginal Scot, «El descubrimiento de la brujería», ofrecía prolijas explicaciones sobre los métodos y la presentación de una gran variedad de trucos de magia. Y entre los años 1789 y 1805 se publicó una enciclopedia de veinte volúmenes que recogía un amplio catálogo de trucos de magia e ilusionismo, además de efectos eléctricos, ópticos y magnéticos. Un enorme esfuerzo de dos científicos ilustrados para aplicar el raciocinio también en este ámbito. Pero el gran fenómeno de la ilusión tiene lugar precisamente en el siglo de la Ilustración cuando a finales del siglo XVIII la ciencia empezó a convertirse en espectáculo.
En el Siglo de la Razón, también llamado el Siglo de las Luces, las muchedumbres se amontonaban para ver espectáculos llamados «fantasmagoria», que utilizaban «linternas mágicas» para crear la ilusión de fantasmas y demonios, mientras que «educadores científicos» asombraban a los cortesanos de Europa haciendo trucos con luces, electricidad y magnetismo.
En esta época surgió una figura de especial trascendencia, Franz Friedrich Anton Mesmer (1734-1815). Su controvertida teoría, basada en el «magnetismo animal», afirmaba que si el fluido magnético del cuerpo humano no estaba equilibrado podían producirse enfermedades
Agitar una varita metálica
En un primer momento manifestó que este fluido dependía de la gravedad de los cuerpos celestes y empezó a usar imanes para restablecer la salud de sus pacientes. Después pasó a utilizar la energía de su propio cuerpo. Sentaba a sus pacientes en círculos y agitaba una varita metálica para canalizar su propia fuerza magnética. Estas sesiones solían tener lugar en su casa ante un público que seguía expectante la «curación». Su fama creció tanto que en 1784, Luis XIV de Francia reunió un comité para verificar la validez científica de las afirmaciones de Mesmer. Entre los investigadores estaban Benjamin Franklin, futuro presidente de Estados Unidos, y Joseph-Ignace Guillotin, el creador de una revolucionaria máquina de decapitación. El comité llegó a la conclusión de que no había pruebas del fluido vital magnético y atribuyó su éxito a la imaginación de sus pacientes. La fortuna y el prestigio de Mesmer fueron en rápido declive, pero sus teorías sentaron las bases que la psicología moderna aún investiga sobre el hipnotismo, la sugestión y el efecto placebo. Era evidente que algunos aspectos de la curación mesmérica funcionaban, aunque fueran las mentes de los pacientes las que inducían dicha curación y no una misteriosa fuerza externa. Las teorías de Mesmer tuvieron gran éxito al otro lado del Atlántico. Amparándose en ellas surgieron videntes y profetas que coincidían en un momento de fuerte espiritualidad. Las guerras y las epidemias habían acabado con muchas vidas. Era rara la familia que no había perdido alguno de sus miembros y deseaba ardientemente conectar con ellos en el otro mundo: había comenzado el auge del espiritismo en el siglo XIX. Las sesiones espiritistas proliferaron en Inglaterra y Norteamérica. Los médiums creaban el entorno apropiado, oscuro y silencioso, invocaban el nombre del muerto con el que había que contactar y poco después se escuchaban golpes «desde el más allá» que solo ellos eran capaces de «traducir». Los familiares deseaban fervientemente que todo fuera verdad y ese deseo impedía ver cuerdas y personas escondidas o reparar en las vacilaciones de información del «intermediario». Hubo casos especialmente notorios, como el de la familia Fox, de Rochester, Nueva York. En su hogar convivían los padres, dos hijas y un ente invisible y misterioso a las que las famosas hermanas Fox llamaban Pezuñas durante sus sesiones de espiritismo. Su popularidad y las dudas que sembraron tuvieron tal alcance que cuarenta años después de los acontecimientos, en 1988, Maggie Fox se subió al escenario de la Academia de la Música de Nueva York para reconocer que todo había sido un fraude y revelar los métodos que había utilizado para llevarlo a cabo.
Un disparo mortal
El auge del espiritismo en el siglo XIX coincidió con la edad de oro de los espectáculos de magia que eran un cruce entre la ciencia, lo sobrenatural y el teatro. En esta época fue una gran aliada la fotografía. Las nuevas técnicas fotográficas permitieron «capturar» apariciones fantasmales invisibles para el ojo humano que la prensa difundía en abundancia. fue una gran aliada Citaremos solo algunos ejemplos: Ludwig Döbler, un mago vienés, podía, en el siglo XIX encender teatralmente cien velas disparando una pistola una sola vez. El Gran Carter hacía desaparecer a su propia esposa envuelta en una nube de humo y el Gran Lafayette subía a un león al escenario y lo azuzaba contra su ayudante. En el último momento se revelaba que la bestia se había convertido en el propio Lafayette. La competencia entre los magos era tan grande que en busca de más tensión dramática llegaron al peligro de muerte. Así surgieron los magos que cortaban a sus ayudantes por la mitad o atrapaban balas reales dirigidas a ellos, esto último llevó a la muerte a William Robinson cuando una de sus armas trucadas falló.
Pero las grandes estrellas de la magia eran los que se presentaban como pioneros del progreso científico y cultural. Era el caso de Robert-Houdin (de quien tomó su nombre el famoso Houdini) el primer mago que abandonó túnicas y trajes recargados para aparecer en escena con un elegante frac acompañado de sus famosos hombres mecánicos capaces de escribir mensajes. La apoteosis de su espectáculo se alcanzaba cuando hacía surgir a su propio hijo de una carpeta. No es de extrañar que se le considere el «padre de la magia moderna». Siempre presentaba sus trucos como lo último en el terreno de la ciencia y la tecnología. No es de extrañar que Houdini le rindiera homenaje tomando su nombre, por cierto, Sir Arthur Conan Doyle fue uno de los mayores detractores de Houdini pero fue toda su vida un ferviente defensor del espiritismo y organizaba sesiones en su casa en las que su mujer ejercía como médium.
En una investigación del año 2015 los científicos concluyeron que los niños creen que los trucos de magia se deben a superpoderes, mientras que los adultos intentan buscar débiles razonamientos científicos o psicológicos. Todos los espectáculos citados aquí siguen funcionando en cualquier parte del mundo, pero, además, ahora, a principios del siglo XXI, nos encontramos en la época del mentalismo. La percepción del funcionamiento mental que ofrece la ciencia de la magia no solo profundiza en el estudio del discernimiento humano, también contribuye a aumentar la conciencia de lo susceptibles que somos al engaño, por eso la psicología le debe tanto a la ciencia de la magia y viceversa. Como se afirma en este fantástico libro, que aporta además numerosas pruebas visuales gracias a la cantidad de sus impactantes fotografías e ilustraciones, los magos comprenden de forma intuitiva que el modo en que recibimos la información afecta a lo que terminamos creyendo.
Los magos son grandes conocedores del comportamiento humano, por eso el entusiasmo por la magia se mantiene en el tiempo, no importa que a veces entendamos cómo funciona un truco, esa precisamente es la prueba de que hemos visto magia.

Los imanes en forma de herradura de la joven Franzl

Mesmer conoció en la casa de un primo a un niño prodigio que se convirtió en amigo de la familia: el joven Wolfgang Amadeus Mozart. Le invitaron a tocar en su propia sala, y una de sus óperas juveniles fue estrenada en su jardín.
Mozart conoció allí a Franzl, una joven que vivía con ellos y que padecía una «debilidad nerviosa»: era propensa a episodios de vómitos, desmayos, ceguera, depresión y delirio, quizás un tipo de epilepsia. Mesmer pensó que si las corrientes de ese fluido invisible en el cuerpo del paciente eran como los movimientos del fluido que producían la fuerza magnética, podía usar imanes para controlarlos. Le puso dos imanes en forma de herradura en sus pies y uno en forma de corazón en el pecho y Franzl pronto se mejoró y se casó con el hijastro de Mesmer.
Se conserva una carta que Mozart escribió a su padre en la que le cuenta años después que Franzl se había convertido en la robusta madre de tres hijos.

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