De cuando un comando “católico” llegado de Londres asesinó en Madrid en 1649 al embajador inglés en España
Durante la república puritana de Oliver Cromwell, un grupo de católicos jacobitas ingleses asesinaron en la calle del Caballero de Gracia al embajador de su país
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Está enraizada esa imagen del Reino Unido como un país en el que prima la educación, en el que la famosa flema británica rige las relaciones y la diplomacia es un arte. Sin embargo, más allá de estos estereotipos y tópicos, late una sociedad en la que con frecuencia se acude a la violencia, como vía de escape. Los “hooligans” ingleses han protagonizado algunos de los actos más horribles en el mundo del fútbol con un reguero de muertos detrás y hechos como el asesinato del diputado tory David Amess nos muestran una sociedad mucho menos civilizada de lo que nos quieren hacer creer.
Y, además, este comportamiento bipolar entre el dandy y el pirata, entre el lord y el hooligan, viene de antiguo. De hecho, algunos de estos “excesos” trascendieron las fronteras de la “pérfida albión”. Eso fue lo que ocurrió en Madrid allá por 1649, hace poco más de 350 años.
El rey Carlos I de Inglaterra fue juzgado y condenado a muerte. El 30 de enero de 1649 fue ejecutado y Oliver Cromwell instauró la República, periodo durante el cual ejerció un poder absoluto en un régimen marcado por el puritanismo religioso.
Al poco de llegar al poder, decidió mandar embajadores a los principales países europeos y, así, para acabar con los recelos del monarca español Felipe IV, el embajador español en Londres, Cárdenas, escribe: “Lo que la conveniencia y razón de estado aconsejare obrar a favor deste gobierno y en reconocerle y admitir sus embaxadores, o en hacer confederación con él si obligaren a ello, los accidentes y intereses de V.M.”. Para cumplir la misión el régimen “cromwelliano” decide enviar a Madrid a Anthony Ascham.
No es que al Rey español le gustase mucho lo sucedido en Inglaterra. Al final se trató de un regicidio y el monarca debió pensar aquello de que cuando las barbas de tu vecino veas cortar... Además, el decapitado Carlos I de Inglaterra había estado cerca de ser su yerno, y no lo había sido a causa de las mil trabas que se le habían puesto durante su larga estancia en Madrid. Además, la católica España se veía obligada a reconocer a un tirano puritano que buscaba una alianza de estados protestantes.
¿Quién era ese tal Ascham? Aunque no sabemos mucho de su vida, sí se conocía su obra, sobre todo su libro “Of the Confusions and Revolutions Of Government”. Nacido en 1614 y formado en el Colegio Real de Eton, fue tutor del Duque de York, el futuro Jacobo II), pese a que su opción política era abiertamente republicana. En 1649 se le manda a Hamburgo a fin de negociar con los representantes de la Hansa el tráfico mercantil inglés en el mar Báltico.
Durante los turbulentos años previos en Inglaterra, su voto fue decisivo a la hora de ejecutar a Carlos I. Tenía el título de residente del Parlamento de Inglaterra, y estaba claro que la Commonealth había optado por un peso pesado a la hora de enviarlo a España. El poeta y miembro del parlamento Milton escribe al “Serenísimo y Poderoso Príncipe Felipe IV, Rey de España. Enviamos a su Majestad a Anthony Ascham, una persona integra, docta y descendiente de una antigua familia, para tratar de asuntos muy convenientes tanto para la nación de los Españoles como para la de los Ingleses”. Pide al rey que se sirva permitir de forma segura y honorable la llegada del embajador a su “real ciudad”, así como facilitarle el regreso cuando sea el momento.
Ascham desembarcó en Cádiz, donde fue recibido por el duque de Medinaceli que tenía orden de Madrid de darle el trato de residente del parlamento de Inglaterra y proporcionarle escolta hasta su llegada a la corte. Finalmente, el 4 de mayo de 1650 llega a Madrid y, solo dos días después, sin haberse podido aún acreditar ante el rey, fue asesinado por realistas ingleses exiliados.
Los hechos ocurrieron, según relata el que fuera cronista oficial de Madrid Pedro de Répide, la noche del 6 de mayo de 1650 a las puertas de la casa donde se alojaba, propiedad de doña Elvira de Paredes, que ocupaba el solar donde ahora se encuentra el Oratorio del Caballero de Gracia, en la calle de su nombre.
Los asesinos, cinco ingleses jacobitas y católicos que habían viajado a España con ese propósito. Sus nombres, Gilen, Morsal, Perchor, Separt y Arms. También asesinaron a su acompañante, John Baptista de Ripa, fraile franciscano apóstata según Guizot, al que los atacantes también dieron muerte cuando intentaba escapar pidiendo auxilio.
La única misión de los asesinos llegados a Madrid era dar muerte a aquel que había propiciado la ejecución del soberano británico. No es tan claro si se movían por la mera venganza o si dentro de sus intenciones se encontraba la de dar al traste con la posible alianza de España e Inglaterra. Sin embargo, no pudieron escapar tras cometer su crimen y fueron prontamente presos.
Inglaterra reaccionó pidiendo el castigo ejemplar de los que Milton llama parricidas en carta escrita al Rey en junio, y en cuyo encabezamiento el poeta omite lo de Serenísimo y Poderoso Príncipe para dejarlo en un lacónico: “A Felipe IV, Rey de España” y donde apela al honor del monarca para que los realistas, ya detenidos, sean ejecutados rápidamente.
Sin embargo, esa pena de muerte se dilataba en el tiempo. ¿Qué estaba ocurriendo para que no se cumpliesen los deseos de justicia que exigían los británicos? Pues que los asesinos se habían acogido a sagrado en el convento de Atocha, aunque otras fuentes señalan que fue en el hospitalito de San Andrés de los Flamencos, lo que originó un conflicto entre la jurisdicción religiosa y la civil, presionada a su vez por Inglaterra. Y es que los asesinos del embajador, al parecer, tenían defensores dentro de la Corte.
A pesar de ello, en última instancia hubo que dar prioridad a las relaciones internacionales, aunque intentando quedar bien con todos los implicados. Finalmente el litigio se resolvió con la ejecución de uno de los implicados, al que se consideró el matador y según Guizot el único protestante que había entre ellos, quedando impunes los restantes.
Este episodio llegó a inspirar un auto sacramental de Calderón de la Barca: “La inmunidad del sagrado”.