Por el Emperador y por el honor: la resistencia del sargento Yokoi
Hace 50 años, el japonés fue sorprendido por dos cazadores en la selva de la isla de Guam donde permanecía escondido desde que fuera tomada por los estadounidenses en 1944
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El 24 de enero de 1972, hace 50 años, el sargento japonés Shoichi Yokoi, escondido en la selva de la isla de Guam desde que fuera invadida y tomada por el ejército estadounidense en julio de 1944, fue sorprendido por dos cazadores mientras revistaba las pequeñas trampas para los animales (sapos, ratas, culebras…) de los que llevaba alimentándose los 28 últimos años. Los cazadores quedaron sorprendidos por aquel extraño ser enclenque, de pelo y barba hirsutos, vestido de fibras vegetales, que trató, aterrado, de escapar. Estaba tan débil que no les costó mucho capturarle, reducirle y tranquilizarle. Los cazadores tardaron poco en advertir que se trataba de un soldado japonés de los muchos que, en decenas de islas del Pacífico, se negaron a rendirse en 1945 llevando hasta el extremo el «Bushido», código militar japonés, para el que quien se rendía perdía el honor y, a la vez, cubría de oprobio a su familia. Viviendo en condiciones infrahumanas, tratando de infligir daños al ocupante estadounidense o, sobre todo, de ocultarse y no ser hallados temiendo tanto por su vida como por la pérdida de sus principios… los resistentes fueron pereciendo o entregándose o, como, Yokoi, resistiendo contra toda esperanza: «Seguí viviendo para servir al emperador, creyendo siempre en él y fiel al espíritu del Bushido». Repatriado y recibido en Japón como un héroe, dicen que su primera frase en público fue: «Es vergonzoso, pero he vuelto», que fue citada en múltiples medios de comunicación y alcanzaría enorme popularidad en un Japón que ya tenía muy poco que ver con aquel de la Segunda Guerra Mundial, concluida hacía ya tres décadas. Yokoi fue recibido por el emperador Hiroito, al que confesó: «Continué viviendo por el bien del Emperador y creyendo en el Emperador y el espíritu japonés, lamento profundamente no haber podido servirle mejor».
Su caso alcanzó gran notoriedad por su larguísima resistencia, pero no fue el único caso de soldado japonés que, por encima de toda lógica, se negó a entregarse. Numerosos sobrevivieron durante años escondidos en cuevas, viviendo de lo poco que ofrecía el terreno, recalcitrantes al esfuerzo realizado por encontrarles y convencerles de que la guerra había concluido… Fueron pereciendo y sólo unos pocos regresaron a su país. Para comprender la situación deben considerarse numerosos factores: la atomización y dispersión de las guarniciones japonesas por centenares de islas y millares de kilómetros en el Océano Pacífico, su naturaleza selvática y escasa población, que favorecieron tanto su ocultación como su soledad; el veloz avance norteamericano que rápidamente dejó atrás aquellas islas; el adiestramiento militar, el armamento –al menos inicialmente– y la inaudita frugalidad del solado nipón, pues muchos de estos resistentes llevaban años pasando hambre e incomunicados desde mucho antes de la capitulación japonesa. El caso de Yokoi no fue tampoco el último de los resistentes al ultranza, privilegio que corresponde al teniente Onoda, que en febrero de 1974 se convenció, finalmente, de que estaba luchando en una guerra que había terminado 29 años antes, pero, por si acaso se trataba de un intento de engaño o por si estaba en peligro su honor, exigió deponer las armas ante un superior. En Tokio localizaron al mayor Taniguchi, uno de sus antiguos jefes, que viajó a Lubang, donde Onoda entregó su sable de oficial el 9 de marzo de 1974.