“El hombre del norte” y los auténticos guerreros vikingos
Escandinavia vio nacer en el siglo VI una poderosa aristocracia militar que sentaría las bases del combatiente vikingo, recogidas, junto a todas las claves del mundo bélico en el norte de Europa, en “Vikingos en guerra”, el libro de cabecera de Robert Eggers, director de la excelente película de moda
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Aunque en las últimas décadas la imagen de la sociedad vikinga está incidiendo –muy acertadamente– en otros aspectos como el comercio, la navegación o la exploración, es indudable que la guerra formó parte de la idiosincrasia nórdica y constituyó su columna vertebral no solo en el plano físico. La nórdica fue una sociedad cimentada mental y espiritualmente sobre las bases de la guerra y el ideal guerrero; todo lo que define al vikingo primigenio no es un producto esporádico del siglo VIII, sino un lento desarrollo iniciado siglos antes de la Era Vikinga que, entonces sí, culminó en los albores del VIII.
Tras la derrota contra los germanos en Teutoburgo el 9 d. C., el Imperio Romano estableció sus fronteras a lo largo del Rin, y los escandinavos, desde inicios del primer milenio, pese a no llegar a estar nunca subyugados a él, vivieron a su sombra. Lo que sucedía en el Imperio llegaba a Escandinavia, especialmente a las élites y las clases guerreras, donde los hijos de los caudillos nórdicos se educaban en la cultura y la tradición militar latina, ayudando a forjar lo que, siglos después, sería el ideal de guerra y del guerrero vikingo.
Muchos germanos y escandinavos sirvieron como mercenarios auxiliares en las fuerzas militares del Bajo Imperio y participaron en la importación de la influencia romana en el norte, no solo en forma de armas o técnicas militares, sino también de creencias. Aquellos mercenarios nórdicos que luchaban con el Imperio volvían a sus tierras con sus nuevas ideas y armas, como atestigua la gran cantidad de estas y otros objetos romanos hallados en yacimientos escandinavos previkingos, como el de Illerup Ådal, fechado en el 200 d.C.
Durante la Edad del Hierro Romana, entre el 1 y el 400 d.C., Escandinavia vivó un discreto pero sostenido crecimiento en todos los ámbitos, con gran proliferación de asentamientos, granjas y aumento de población gracias a un clima benevolente y buenos cultivos. Una sociedad que se desarrollaba dentro de un sistema tribal basado en clanes que contaba con cientos de pequeños líderes diseminados por el territorio. Autoridades capaces de liderar y organizar acciones coordinadas y de movilizar grandes y estructurados contingentes cuando era necesario, pero que no indican la existencia de una sociedad movida por la guerra.
Sin embargo, Escandinavia vivió entre el siglo V y el VI un profundo cambio derivado de una gran crisis multifactorial. El desgaste y la desintegración lenta y agónica del Imperio Romano de Occidente afectó al norte; los cambios de poder político de Oriente a Occidente y el de rutas comerciales que les desconectaron de la economía internacional generaron enorme inestabilidad y transformaciones en Escandinavia. Derivado de ello, la fluctuación de fronteras y gentes que supuso el periodo de las grandes migraciones también produjo conflictos. Muchos siglos después, cuando se escribieron las Sagas y las Eddas, la invasión de Atila aún resonaba en el ideario imaginario vikingo.
A estos acontecimientos de índole sociopolítica hubo que sumar la gota que colmó el vaso, una enorme crisis climática provocada por la erupción de varios volcanes, como la del Ilopango en el 539/540. La erupción dejó 87 kilómetros cúbicos de piroclastos y una neblina vaporosa, llamada «velo de polvo», que llegó hasta Escandinavia, bloqueando el sol y provocando una especie de invierno nuclear.
Crónicas mediterráneas narran las consecuencias terribles de este fenómeno en sus territorios, sin embargo, en Escandinavia, donde la sociedad ya vivía al límite, las consecuencias fueron devastadoras. Los efectos más inmediatos se prolongaron durante tres años, pero otros estuvieron presentes, se cree, alrededor de ochenta. Una mortandad de casi el 50%, el desplome de las temperaturas, la drástica disminución de tierras cultivables, el abandono de asentamientos y las hambrunas que provocaron disturbios y conflictos civiles se sucedieron.
Los orígenes más recónditos de la Escandinavia de la época vikinga que nos narra «El hombre del norte», de Robert Eggers, se encuentran en estos abruptos cambios sociales y políticos. Pasadas unas décadas, el norte resurgió dando lugar a un nuevo orden social amparado en el mundo bélico que habían conocido tiempo atrás. La huella que la crisis dejó fue inconmensurable a muchos niveles, también en el religioso y espiritual, algo que se traduciría en el nuevo ideal del guerrero sustentado en señores de la guerra que harían de la ostentación militar su seña de identidad.
Nunca el norte había visto mayor opulencia en sus enterramientos en grandes túmulos funerarios con cámaras repletas de riquezas. Estas manifestaciones de poder de la nueva aristocracia guerrera se exteriorizaron con armas ostentosas, como los yelmos de Vendel cargados de simbología religiosa, y la cultura de la gran sala. Esos grandes salones en los que el líder acogía a toda la población y en los que se producían exuberantes banquetes y juramentos de lealtad nacían ahora, así como toda una plétora de rituales de poder y mito que llegarían hasta los vikingos.
A partir del siglo VI y VII surgía una sociedad cimentada en nuevos valores que orbitaban alrededor de la guerra, de las élites militarizadas y del ideal del guerrero con enorme propensión a la violencia. Una sociedad marcada por el concepto de exclusividad y por la importancia de pertenecer a un grupo, desde la familia hasta los círculos militares, que se apoyaba en códigos de honor, lealtad, juramentos y obligaciones que llegaban hasta la violencia y la muerte en lo que se ha tildado como «la belleza del guerrero». Tan importante era la acción bélica como la ostentación. Y son estos opulentos líderes y sus gentes los que nos ha legado la poesía vikinga que aún podemos leer en las Sagas islandesas que enaltecen ese pasado glorioso de sangre y venganza.
Dichos cambios ideológicos fueron posibles, o al menos fueron de la mano, de la transformación religiosa del norte. El elemento principal de la mitología nórdica, el Ragnarök, con un largo invierno que sembrará el caos entre la población y los dioses y que finalizará con la desaparición de mortales y deidades para, posteriormente, renacer un mundo nuevo con otro orden social no deja de parecer un eco de lo que debieron vivir los escandinavos en el siglo VI. Una nueva mitología en la que las antiguas creencias fueron desplazadas y que renació con nuevas ideas y dioses.
Durante esta época se produjo el abandono completo de elementos religiosos tan característicos durante la Edad del Bronce y principios del Hierro como el círculo o rueda solar y emergieron dioses como Odín, que se colocó a la cabeza del panteón vikingo; el dios guerrero, el dios de las élites, un dios del que no hay evidencias ni de su presencia ni de su culto anteriores al siglo IV.
La sociedad nórdica renacía, pues, al calor de dioses militares y seres mitológicos, como las valquirias, que empujaban al guerrero a morir en batalla con honor, defendiendo el linaje y acompañándolo a fastuosos salones sobrenaturales en los que pasar el resto de la eternidad; Odín, el Valhalla, el Ragnarök y la gloria de la muerte. Una sociedad que cambió sus deidades y se consagró a la guerra en lo material y en lo espiritual y que contaba con guerreros que, más que eso, parecían adeptos religiosos.
Los vikingos no fueron, ni mucho menos, los mejores guerreros de su tiempo si nos atenemos a su armamento o a sus tácticas, pero lucharon con la ventaja de su predisposición a la guerra desde un plano mental y espiritual en un mundo en el que religión y guerra debieron compartir vínculos difíciles de diluir.
Para saber más...
- Vikingos en guerra (Desperta Ferro Ediciones), de Kim Hjardar y Vegard Vike, 392 páginas, 44,95 euros.