Anécdotas de la Historia: Diderot y Catalina, una ecuación picante
La emperatriz rusa acogió al autor como huésped en su corte, con el objetivo de que se convirtiera en su consejero y para favorecerse de su intelectualidad
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Corría el año del Señor de 1775. Todo era primaveral en el Templo del Amor, aquel pequeño cenador que escondía María Antonieta en Versalles. Cupido les miraba con los ojos en blanco, con cara de circunstancias, quizá por estar sentado en la cabeza de un león tristemente fallecido. Los pajaritos dejaban caer sus alegres deposiciones sobre el mármol, mientras los abejitas y otros insectos no menos repugnantes pululaban sin sentido. La Reina tomaba un chocolate con Pedro Pablo Abarca de Bolea que, lejos de ser un deportista, era más conocido como el conde de Aranda. «Me han contado que Diderot estuvo con Catalina la Grande», dijo con picardía la Soberana de Francia. «Las cosas que cuentan son para no creerlas, Majestad, pero harto graciosas», contestó el español haciéndose el interesante. La austriaca, porque la reina consorte no nació a orilla del Sena, se acercó un poco más. Sus hombros se tocaron. Aranda tragó saliva. Conocía la fama de ligerita de cascos que tenía aquella mujer. Ella había insistido en que fueran al Pequeño Trianon, su retiro personal dentro de Versalles. A una distancia prudencial estaban dos damas de la corte. «Dignidad –pensó Aranda–. Eres el embajador del Rey de España. Compostura».
«Cuentan que Diderot llegó a San Petersburgo llamado por Catalina II hace dos inviernos», comenzó a relatar. «Me dijeron que la emperatriz estaba pasando una pensión a Diderot desde que supo que estaba en la miseria», apuntó la reina. «Cierto. Impidió que vendiera su biblioteca». Los dos se miraron a los ojos en silencio durante un instante. «¡¡Contente, Pedro Pablo!!», se reconvino el español. «Majestad –prosiguió desviando sus ojos hacia los árboles– llegó a la ciudad con disentería. Bebió agua en mal estado, y se quedó con la tripa floja durante varios días». La imagen mental enfrió el ambiente. María Antonieta se separó de Aranda y dejó la taza de chocolate en el banco. No le apetecía dar un sorbo al brebaje marrón justamente en ese momento.
Aranda se sintió aliviado. Tomó aire y lo soltó por la nariz. «Diderot preparó unas lecciones para Catalina, que quiere reformar Rusia, introducirla en las luces, seguir los pasos de Pedro el Grande. Cada día leía unas cuartillas y discutían toda la mañana», apuntó el español. «Ya, Arandita, ya, lo que quiero que me cuentes son las escenas picantes. Lo demás es tremendamente aburrido». «Pero Majestad, los filósofos cambiarán el mundo que conocemos. Verá cuando sus ideas se escuchen. A Francia no la va reconocer ni la madre que la parió», soltó el aragonés.
María Antonieta se levantó airada. «No te he traído aquí para que me cuentes lo que cualquier secretario, Arandita». El embajador se recompuso. ¿Qué diría Carlos III si la Reina le desairaba? «Me han contado que Diderot se presentó ante la Academia de Ciencias de San Petersburgo para demostrar la existencia de monos parlantes», dijo. «¿Y?», preguntó desesperada la reina. «Que se disfrazó de mono y se puso a hablar». «¡No me digas! Ja, ja», río María Antonieta. «Lo descubrieron cuando un miembro de la Academia propuso disecarlo». Los dos se partieron de risa. Aranda lo había conseguido. Estaban en el clímax del humor, que se escribe con hache, no como amor. «No acaba aquí la cosa», señaló Aranda estirando el cuello. «Diderot insistió a toda la corte de Catalina II que Dios no existe, que es una ensoñación que nos aleja de las luces». «Vamos, que es un ateo. Todos estos filósofos lo son. Por eso el pueblo no les quiere, ¿verdad?», sentenció la reina. «El caso es que fue invitado por el famoso matemático Leonhard Euler a un duelo sin igual». María Antonieta abrió los ojos y se acercó al español. Aranda sintió su respiración y volvió a tragar. A ver si terminaba esto, se iba a casa y escribía a su mujer que la echaba mucho de menos.
«Euler se plantó ante Diderot y le dijo: “Señor, (a+bn)/n = x, por tanto Dios existe; responda Vd.». El español hizo una pausa dramática. «Por supuesto, el filósofo no supo qué decir, y todo el mundo se echó a reír». «Vaya zasca. Y él dándoselas de listo». «No acabó ahí, Majestad. Euler le planteó un problema. Su mujer había escrito un número entero de menos de treinta cifras terminado en 2. Si ponía el 2 al inicio era el doble». María Antonieta se acercó más. Aranda soltó agobiado un «¿Qué número escribió mi mujer?». «¿La tuya?». «No, la de Euler». «Ah. Pues no lo supo, y todos se burlaron de Diderot». Rieron un instante, tras el cual Aranda dijo que aquellas anécdotas eran habladurías. «Da igual. Me has hecho reír y me ha entrado hambre. ¡Chica! ¡Trae pan!», gritó a una doncella. «No hay, Majestad». «Pues trae bollos, leñe».