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El cerdo salvavidas de Trafalgar

Un puerco de verdad, "de los de rabo retorcido", fue uno de los héroes en mitad del fuego entre el "Neptuno" y la pérfida Albión. Todavía hoy se pide el reconocimiento de aquel cerdito valiente
Imagen de la batalla de Trafalgar pintada por Auguste Mayer en 1836
Imagen de la batalla de Trafalgar pintada por Auguste Mayer en 1836Auguste Etienne François MayerAuguste Etienne François Mayer

Madrid Creada:

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«El cerdo es mío y no se hable más», dijo Pacorro, el marino del «Neptuno», mientras la cubierta se inclinaba a babor. «¿No podéis tirar otra cosa al mar?», gritó. «Claro, una lechuga, sí, una lechuga para que nade hasta la orilla, no te digo», contestó Alfonso, el grumete. Los cañones de los buques británicos habían castigado al «Neptuno», orgulloso navío de su majestad Carlos IV, que por entonces descansaba en su casa de un duro día jugando al tresillo. Corría el venturoso año del Señor de 1805. En Cádiz, mientras tanto, se hacía la guerra a la pérfida Albión, aunque mal. La estrategia de Villeneuve en Trafalgar resultó una porquería, un suicidio. Nelson, el comedor de cebollas, los tenía bien puestos, no como aquel francés meapilas. Cayetano Valdés, comandante del «Neptuno», se hartó. «¿Qué carajo hacemos virando por avante si está a la vista el enemigo?», dijo. El viento azotó dando contenido a la pausa dramática. «No hay zigotos para lanzarse, capitán», fanfarroneó su segundo. «¿Qué no?». «No», contestó el otro negando con la cabeza. «Sujétame la escudilla de ron», y Valdés dio la orden de atacar a cuatro navíos ingleses. El gesto fue valiente pero lo que les vino encima no fue precisamente una lluvia de estrellas. Una bala inglesa partió el palo de mesana del «Neptuno», cayendo sobre el puente. Bueno, en realidad cayó sobre la cabeza de Valdés, que tras el pum dijo ay y quedó inconsciente. A esto le siguió un desastre, la rendición y la captura.
Era el 22 de octubre de 1805. Carlos IV se había levantado ese día por el lado izquierdo de la cama. Encontró divertido ponerse las zapatillas del revés y andar de espaldas. Hizo unas cucamonas a sus perros, desayunó un par de huevos, estiró los brazos bostezando y preguntó por Godoy a su señora. «¿Sabes si Manolo vendrá hoy a jugar al tresillo?». María Luisa no contestó. Estaba concentrada poniéndose polvo de arroz en la cara.
En esa madrugada, la tripulación superviviente del «Neptuno» fue abandonada a su suerte por los ingleses. El mar estaba muy cabreado, quizá porque el barco había tomado el nombre de su dios en vano. El temporal zarandeaba a un barco tan ingobernable como un aula de adolescentes en la edad del pavo. Para colmo de males, el «Neptuno» encalló en los arrecifes de piedra al oeste del castillo de Santa Catalina del Puerto. Desde la fortaleza les observaban unos marineros valencianos. ¿Qué hacían allí? Es un misterio. «Mireu, compares. Pobres xics», dijo Antonete. El navío había perdido dos anclas y el agua entraba por un boquete en la cubierta de babor. Montaron una barca con plataforma e intentaron acercarse. Nada. Los curiosos comenzaron a agolparse en el castillo a mirar. «Dicen que dentro va un hijo secreto del rey». «¡Quia! Han capturado a Nelson. Se nota». «He oído que van quince hombres sobre el cofre del muerto». «¡Un cochino! ¡Un marrano!», grito un maño. Se hizo el silencio. Un brigadier del Regimiento de Zaragoza le recriminó que no era momento, en horas tan angustiosas, como para señalar a nadie. «No, no. Estoy hablando de un verraco, vamos, de un puerco, el típico cuto, uno de esos lechones que comemos en fiestas de guardar». La concurrencia rio sin entender nada. «En las fiestas de mi pueblo atamos una cuerda a un cerdo y lo tiramos al Ebro para que nade a la otra orilla», dijo el aragonés. «No hemos venido aquí a escuchar anécdotas del folclore popular de la España vaciada», respondió indignado un marqués. «A ver, “espabilaos”. Si desde el barco tiran un cerdo con una cuerda atada y la bestia nada hasta aquí podemos construir un andarivel, una pasarela, y con un tonel ir sacando a los tripulantes, rediós, que hay que explicarlo todo». El maño dejó perpleja a la concurrencia. «Eso mismo iba a decir yo», concluyó el marqués.
«Ah del barco», gritó uno. «¿Tenéis un cerdo?». «Está inconsciente. Le ha caído el palo de mesana encima», contestó otro. «No, hombre no. Un puerco de verdad, con el rabo retorcido». La tripulación se quedó mirando a Pacorro, el marino, que había subido al barco con Epifanio, un cerdo de Huelva que se había llevado para recordar su Jabugo natal. «¡Tiradlo al mar con una cuerda atada a un jamón... digo, a una pata!», se oyó. Tras un breve debate en la cubierta en el que Pacorro acabó atado a lo que quedaba del trinquete, fue dicho y hecho. «¡Nada, cerdo, nada, pero nada de nadar!», animaban los tripulantes desde el pasamanos de estribor. Fue así que el puerco orilló y construyeron un andarivel por el que los españoles del «Neptuno» salvaron sus vidas. A pesar de esto no hay una estatua en Cádiz en recuerdo del cerdito valiente.