La Biblioteca Nacional rompe con el personaje de Lola Flores
"Si me queréis, ¡venirse!" muestra a la artista detrás de esa Mata Hari con bata de cola que poco tenía que ver con la Sección Femenina del franquismo
Madrid Creada:
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Cruzcampo nos provocaba un vuelco al corazón hace cosa de dos años. «Volvemos en equis minutos de publicidad»... y ahí que aparecía ella, La Faraona, resucitada y haciendo realidad el imposible de su vuelta a la vida. De primeras, aunque fuera por un nanosegundo en el metaverso, la IA nos hizo dudar sobre aquello: ¿de dónde ha salido este vídeo? ¿Es real? ¿La Flores grabó un anuncio de cervezas antes de convertirse en mito eterno? ¿Qué demonios es esto?... Tocó debatirse entre el miedo de pensar hasta dónde nos puede engañar la IA y la ilusión de volver a ver a toda esa gente que ya no está (o ambas). Pero, entre unas y otras, ese ratico que «pasamos» de nuevo junto a ella.
En ese minuto escaso se venía a decir que su figura se extendió a dimensiones planetarias «por el acento». Pero no solo aludía a la manera de hablar, sino a todo lo demás: al pellizco que te lleva a arrebañar hasta la última gota de la yema de un huevo frito, decía La Faraona 2.0. Una cuestión de «raíces», «de donde siempre salen cosas buenas». Las suyas hay que buscarlas en el tiempo que va de su nacimiento en el Barrio de San Miguel (Jerez) a su debut en el teatro, del 23 al 38; cuando la necesidad era virtud. Creció entre tabernas y tablaos de la Edad de Plata, entre Falla, los Machado y los Álvarez Quintero, también bajo las faldas de La Argentina, La Argentinita y Pastora Imperio.
Allí se cocía a fuego lento un torbellino único que haría más amable la vida en blanco y negro de los españoles. La Flores recuperaría en los 50 la voz de Margarita Xirgu recitando a Lorca; y la Flores tiraría de ese carácter rompedor e incorrecto para convertirse en una Mata Hari con bata de cola: su sexualidad, sus bailes y sus movimientos rompedores nada tenían que ver con la doctrina de la Sección femenina. Brazos y manos siempre dispuestos a arañar y destrozar al adversario. En el momento que Lola Flores bailaba, sobraba lo demás. Pasaría de los discos de pizarra a las cintas de las gasolineras y, ya en el posfranquismo, el termómetro para ver si lo que estaba pasando era importante o no era la presencia de ella. Llevó el flamenco de las tabernas y de las fiestas de señoritos al teatro; lo popularizó, lo naturalizó y le dio un reconocimiento como nadie más. Con Manolo Caracol incorporaría la orquesta, y con el Pescaílla introduciría la rumba. La revolución.
Hoy, no puede estar por mucho que lo intente la IA, pero sí tiene herederas a la altura, como su nieta Alba o su hija Lolita. La primera, cumplió uno de los sueños de «la jefa», interpretar La rosa tatuada, de Tennessee Williams; la otra, está a punto de cerrar la obsesión lorquiana de su madre de convertirse en Poncia –en un mes, en el Teatro Español–. El duende sigue, y la Biblioteca Nacional lo recoge, hasta enero, en una exposición (Si me queréis, ¡venirse!) que centra en la artista y se aleja del «personaje», «su mejor embajador y su peor enemigo», afirman los comisarios (Alberto Romero Ferrer y María Jesús López Lorenzo).