La despedida en la Plaza de Oriente: «Yo creí que Franco no iba a morirse nunca»
Al conocer el fallecimiento del dictador, cientos de personas acudieron al centro de Madrid para despedirlo y mostrar con su presencia su adhesión ideológica


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Isabel Montejano era una periodista de raza, albaceteña. Con eso está dicho todo. No temía al frío ni a los grises. De pluma fácil y verbo cálido, era la persona adecuada para entrevistar a los españoles que llevaban diez horas en colas kilométricas para ver el cadáver de Franco. El búnker había mantenido su cuerpo artificialmente con vida unos cuantos días esperando el milagro de que despertara y ratificara a Alejandro Rodríguez Valcárcel como presidente de las Cortes. Carmen Polo, la hija del Generalísimo, fue quien dijo: «Hasta aquí. Dejen morir a mi padre en paz». Aquellos inmovilistas del búnker habían soñado con una resurrección que nunca llegó.
Montejano llegó a la Puerta del Sol ese primer 20-N. Miró a través de sus gafas de pasta a la multitud que enfilaba la plaza. La gente estaba ordenada como en esas filas de fichas de dominó en las que se toca la primera y van cayendo todas. La policía marcaba el paso de la multitud como en Semana Santa, entre plañideras que se tiraban al suelo incrédulas por el óbito del Caudillo, y la impresión silenciosa de muchos. Había quien se frotaba las manos, unos por frío y otros por el negocio. Entre la multitud había infinidad de vendedores. Los lamentos se mezclaban con ofrecimientos de bebidas calientes, bocadillos de calamares y tabaco. Los camareros habían salido a la calle a vocear sus productos en una competencia acústica con los vendedores de periódicos.
Los fotoperiodistas buscaban instantáneas que pudieran colocar en la redacción, y Montejano llevaba a su fotógrafo con una Nikon. «Vamos a hacer una encuesta a gente corriente», anunció Isabel. Antonio Pons, propietario de un bar, dijo que al ver que TVE había cambiado la programación pensó que había muerto Franco. Ana Muñoz, «transeúnte en Madrid», confesó que no le gustaba el fallecimiento porque el Caudillo había construido presas y la paz. Ramirez Sanz contó que al oírlo en la radio sintió un apretón entre las costillas y el ombligo. Alfonso García, conductor, declaró: «Cuando yo nací Franco era Caudillo de España… y fíjese ahora». Victoriano Marina, capataz de obra y con casco todavía, no se lo podía creer, como Juan Luis Rivas, empleado de algo, que decía que era imposible.
Necesitaba más, pensó Montejano. Se encontró con Tico Medina.»“¿Estás viendo cuánta gente, Isabelita?», preguntó el hombre que había pisado el diario «Informaciones», «Pueblo» y «ABC». Tico sonrió, le puso la mano en el hombro, y soltó mirando alrededor: «Franco está ganando en este instante su más importante batalla». Luego desapareció. Montejano se quedó perpleja. Hacía falta algo más impactante, emotivo, desgarrador. Y al fin vio lo que quería: un grupo de niños en una fila esperando para contemplar el cadáver de un dictador anciano. La periodista empujó al fotógrafo y se lanzó al grupo. Iba a conseguir los testimonios de españolitos inocentes.
Los niños tenían unos ocho o nueve años. Esperaban como una bandada de pingüinos, encapsulados en abrigos oscuros. «En sus manitas apretadas, en la retaguardia del dolor y la tristeza –empezó Montejano a escribir mentalmente–, unos pequeños llevan una ofrenda increíble de ternura y de amor. Son los niños de España. Vienen a dar su adiós al héroe muerto». La periodista se pegó al grupo infantil y preguntó al que parecía más avispado. Luis Calleja, de ocho años, declaró: «Yo le quería». Mari-Pili Rodríguez explicó que la había mandado su abuela en su nombre para llevar un clavel.
Rosita Carrasco miró fijamente a Montejano y mintió: «Ayer en el colegio me dijeron que no había clase porque Franco había muerto. Me dio mucha, mucha pena». Más dura fue la confesión de otro niño, Javi Mequínez: «Yo creía que Franco no se iba a morir nunca». María Buendía se sinceró, o quizá bromeó: «Mi papá es ciego y me ha dicho: ‘Ve tú con mamá a ver a Franco, que yo lo veo desde aquí’». José Miguel Artola contó que en el colegio había aprendido que Franco «había salvado a España», y Lorencito Cano apostilló que el Caudillo era bueno porque les había metido en el cole. Los niños enmudecieron y se quedaron mirando fijamente a Montejano, que recordó una escena terrorífica de «El pueblo de los malditos», donde a los chiquillos se les ponían los ojos en blanco y… «¿Verdad que usted también tiene una pena muy grande porque ya no está Franco?», preguntó el niño Sergio Suchil rompiendo el silencio.
Isabel Montejano, estupefacta, no contestó y vio cómo los niños avanzaban lentamente, con sus «deditos adheridos por el frío –volvió a escribir mentalmente– con unas flores que echarán a los pies de su héroe muerto, del abuelo Franco, al que han aprendido a querer porque era bueno y quería a los niños».
(Las entrevistas de Isabel Montejano se publicaron en «ABC» el 21 y el 22 de noviembre de 1975)