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El día que la Revolución industrial nos quitó el sueño

Hasta la llegada de la electricidad, lo habitual era despertarse a media noche para hacer tareas que no solían hacerse durante el día, para rezar o incluso para cenar
Vidriera de "Tobías y Sara en su noche de bodas" (siglo XVI)
Vidriera de "Tobías y Sara en su noche de bodas" (siglo XVI)Museo de Victoria and Albert
La Razón
  • César Alcalá

    César Alcalá

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Diversos estudios internacionales explican que lo normal es dormir entre 6 y 8 horas diarias. Esto es lo aconsejable para nuestra salud. Luego viene los que duermen menos horas o los que sufren de insomnio. Ahora bien, ¿siempre ha sido así? Hasta bien entrado el siglo XIX las cosas eran muy diferentes. La gente dormía en lo que se conoce como sueño doble o sueño bifásico. ¿Qué significa esto? Esta manera de dormir ya la menciona Geoffrey Chancer en «Los cuentos de Canterbury» o William Baldwin en «Beware the Cat» (1561). La historia consistía en dividir el sueño en dos fases. Por ejemplo, el pueblo tupinambá, en Brasil, cenaba después de su primer sueño. Una vez concluida la cena volvían a dormir hasta el amanecer.
Y no solo era una característica de la Edad Media. En «La Odisea» ya se describe esta manera de dormir en dos periodos nocturnos. En la balada popular inglesa «Old Robin of Portingale» se puede leer: «Y al despertar de tu primer sueño, te prepararán una bebida caliente, Y al despertar de tu próximo sueño, tus penas se apagarán...». Durante siglos, el hombre lo practicó hasta que la industrialización supuso un cambio en la manera de trabajar y se modificaron ciertas costumbres ancestrales, entre ellas el sueño.
Tengamos en cuenta una cosa, en el año 1650, por ejemplo, las horas de sueño funcionaban de la siguiente manera. De las 21 a las 23 horas la gente se ponía a dormir. No todos tenían la misma suerte. Los que podían lo hacían en colchones, los peores en el suelo. Además convivían con todo tipo de «animalitos». Esto es, chinches, pulgas, piojos... La gente acostumbraba a dormir juntos. Había solo una habitación y, con suerte, un colchón relleno de hojas secas que lo utilizaban todos los de una casa. De esta manera también entraban en calor. Había un ritual en el momento de estirarse en la cama. Las niñas se situaban en la parte que tocaba la pared. A continuación la madre, el padre y los hijos. En la parte que sobraba, si es que aún había espacio, se situaban el resto de personas que vivían en la casa. Evidentemente, con tanto volumen humano, uno no se podía mover mucho en la cama.
De las 23 horas a la 1 de la madrugada la gente estaba despierta. ¿Por qué? ¿Qué hacían? De todo. Normalmente aquellas cosas que durante el día no podían hacer, o continuaban con tareas dejadas a medias. Por ejemplo agregaban leña al fuego, comían, hacían sus necesidades, hablaban, iban a ver a los animales, realizaban tareas domésticas, rezaban, visitaban a los vecinos... A este periodo se le conocía como «el reloj». Y ahí, durante dos horas, cabía todo y se podía hacer de todo. Muchos se quedaban en la cama, como explica Roger Ekirch «para los cónyuges que lograban manejar la logística de compartir una cama con otros, también era un intervalo conveniente para la intimidad física, si habían tenido un largo día de trabajo manual, el primer sueño les había quitado el cansancio y el periodo posterior era un momento excelente para concebir un gran número de hijos».
Pasado «el reloj» la gente volvía a la cama y dormía hasta el amanecer. Como explica Ekirch «se menciona casualmente en obras del biógrafo griego Plutarco [del siglo I d.C.], el viajero griego Pausanias [II d.C.], el historiador romano Tito Livio y el poeta romano Virgilio. Más tarde, la práctica fue adoptada por los cristianos, quienes inmediatamente vieron el potencial del “reloj” como una oportunidad para recitar salmos y confesiones. En el siglo VI d.C., San Benito exigió que los monjes se levantaran a medianoche para estas actividades, y la idea se extendió por toda Europa».
La Revolución industrial, la llegada de la luz, los turnos en las fábricas y la evolución que alteró la vida cotidiana de la sociedad a lo largo del siglo XIX, también hizo que se alterara la manera de dormir. La gente dejó de acostarse a las 21 horas. Había otras distracciones, como el teatro, y la monotonía dejó de estar presente en el día a día. A medida que nos introducimos en el siglo XX, la gente se olvidó de aquellas costumbre ancestrales de «el reloj». El ritual de dormir pasó a hacerse de una sola vez y sin interrupciones. Quizá algunos días de insomnio o despertarse a media noche, sea un recuerdo de nuestro cerebro sobre algo que hacían nuestros antepasados.

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