historia
Escipión y la ruina de Numancia
Roma fracasó en doblegar la irreductible ciudad celtibérica por las armas. Manuel Salinas, autor del libro “Escipión Emiliano. Destructor de Cartago, conquistador de Numancia”, nos cuenta cómo la rindió por hambre
Hay hechos históricos cuya fecha exacta, sin embargo, la Historia no recuerda. Uno de ellos es la caída de Numancia en el año 133 a. C. Debió ser en aquel invierno, porque el historiador Apiano recuerda que cuando Retógenes Caraunio atravesó las líneas romanas para pedir desesperadamente ayuda, con unos pocos seguidores y caballos que eran capaces de subir y bajar las escalas, era una noche nevada. Desde veinte años antes la ciudad celtibérica y la futura señora del mundo mantenían una guerra implacable. Varios ejércitos consulares derrotados; un día, el 23 de agosto, día de las Vulcanalia, declarado «nefastus» por los pontífices por la tremenda derrota sufrida; un cónsul, Mancino, y un ejército pasados bajo el yugo y obligados a firmar una paz humillante, hacían que para Roma el único final aceptable fuera la destrucción total de la ciudad que había mantenido en jaque a la vencedora de los Antíocos, de Filipo y de Cartago. Para conseguir este objetivo el pueblo eligió cónsul para el año 134, sin que cumpliera los requisitos legales, a Publio Cornelio Escipión Emiliano, que había arrasado Cartago anteriormente por orden del senado, y para cuya elección las leyes se dejaron en suspenso a fin de que no fuese inconstitucional.
Escipión, que no recibió tropas del senado, contó sin embargo con voluntarios de las ciudades griegas y Sicilia, los regalos y las tropas enviadas por Antioco VII y Atalo III, y muy particularmente los elefantes conducidos por Yugurta, el príncipe númida. Cuando hubo conseguido levantar la moral de un ejército derrotado repetidamente mediante una estricta disciplina y un plan de duras maniobras militares, recorrió el valle del Duero sembrando el terror entre los pueblos vecinos y reclutando contingentes entre los aliados, pero evitando cualquier enfrentamiento en campo abierto. A finales de la primavera, cuando aún no se había pegado el trigo, saqueo los campos de los vacceos, que aprovisionan a los numantinos, y se presentó ante Numancia.
Los numantinos atacaron con confianza a los romanos. Una lluvia de glandes de plomo de los honderos etolios y de flechas númidas ocasionó una carnicería y deshizo sus líneas. Entonces aparecieron los elefantes, aplastando bajo sus patas a los que huían, hasta que los guerreros numantinos corrieron a encerrarse en la ciudad. Cuando los ancianos les preguntaron por qué huían ante los que habían vencido antes, respondieron: el rebaño es el mismo pero el pastor es diferente.
Escipión levantó dos campamentos muy próximos, uno a las órdenes de su hermano Fabio Máximo y otro mandado por él mismo. A continuación, estableció siete fuertes en torno a la ciudad y ordenó a los aliados que enviasen un número de tropas determinado, que unió al ejército. Seguidamente ordenó cavar una zanja y una empalizada en torno a Numancia, creando un cinturón de unos 9 kilómetros de perímetro. Encargó a cada destacamento una parte de la defensa de la zanja y la empalizada, de manera que si se producía un ataque se alzaba una enseña roja si era de día, o una hoguera si era de noche, de manera que él o Fabio podían acudir rápidamente a rechazar el ataque. Una vez estuvo organizada la defensa de la obra de circunvalación, cavó un segundo foso detrás del primero, lo fortificó con otra empalizada y construyó un muro de dos metros y medio de ancho y unos tres metros de alto, erigiendo torreones a intervalos de treinta metros. Para que no pudiera entrar ninguna ayuda, además, tendió cables sobre el río Duero erizados de espadas y de lanzas, de forma que quienes intentaban entrar o salir morían ensartados en ellas. De esta manera, dice Apiano, Escipión fue el primero que cercó con un muro una ciudad que no rehuía el combate.
En el invierno del 134-133 todas las reservas de alimentos se habían consumido. Cuando se agotaron los alimentos los numantinos empezaron a comer pieles cocidas; después ya en una situación extrema comieron cocida la carne de los cadáveres, hasta que finalmente apareció el canibalismo. Los más fuertes daban muerte a los más débiles o a los enfermos, y ningún tipo de miseria estaba ausente. Al final desesperados se entregaron a Escipión que les ordenó que en ese mismo día entregasen sus armas en un lugar designado, y que al día siguiente se entregasen ellos. Pero dejaron trascurrir el día sin entregarlas para poner fin a sus vidas mientras eran todavía libres, antes que convertirse en esclavos. Los restantes acudieron al lugar convenido en un estado lamentable: sucios, con las uñas crecidas, cubiertos de harapos mugrientos y despidiendo un olor fétido; pero, a pesar de este estado, mostrando todavía en su mirada su fiereza. Escipión, después de elegir cincuenta para exhibirlos en su triunfo, vendió al resto como esclavos y arrasó la ciudad.
Para saber más...
- 'Escipión Emiliano. Destructor de Cartago, conquistador de Numancia' (Desperta Ferro Ediciones), de Manuel Salinas Frías, 368 páginas, 26,95 euros.