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Historia

La fatídica (o gloriosa) jornada de Uclés

La tierra estaba sembrada de cadáveres cristianos. Tras la batalla de Uclés de 1108, gran parte de la flor y nata de la nobleza castellanoleonesa pereció ante los poderosos almorávides

Capitel románico de la iglesia de Santa Cecilia de Aguilar de Campoo (Palencia), decoradoi con la efigie de un caballero completamente armado y dispuesto a alancear a un objetivo que no podemos ver La Razón

Cuando el ejército castellanoleonés, al mando del joven infante Sancho Alfónsez, hizo súbito acto de presencia pocos días después de iniciado el cerco almorávide sobre Uclés una mañana de primavera de 1108, parecía que las fuerzas norteafricanas se encontraban en una situación comprometida. Como parte de su progresivo avance en torno a Toledo –«casus belli» de su irrupción en la Península y su objetivo estratégico principal desde que pusieron el pie en la misma en 1086–, los almorávides habían caído como un relámpago sobre Uclés y, en pocas jornadas, lograron abrirse camino hacia el interior de la plaza, obligando a los defensores a atrincherarse en la alcazaba. Sin embargo, sus movimientos habían sido monitorizados por el anciano Alfonso VI de León, quien ya había aprestado sus huestes para el contraataque a las órdenes de su hijo y sucesor, el infante Sancho –auxiliado y guiado, dada su juventud, por el noble Alvar Fáñez–. Así, la tarde del 28 de mayo acamparon en las proximidades de Uclés, amenazando con coger a norteafricanos y andalusíes entre dos fuegos si no actuaban de inmediato.

El comandante almorávide Tamin ibn Yúsuf hizo exactamente eso, si bien de un modo inesperado: en lugar de levantar el sitio y replegarse, optó por fortificar rápidamente su campamento, dejar un retén de tropas conteniendo a los defensores de Uclés y marchar con el grueso de sus fuerzas al encuentro de Sancho Alfónsez la mañana del 29 de mayo de 1108, decidido a explotar las ventajas que el terreno frente a las posiciones castellanoleonesas brindaba a sus huestes –más ligeras pero superiores en número–.

David se dispone a decapitar un gigante Goliat equipado con la panoplia completa de caballero de finales del siglo XI e inicios del XII, en una de las pinturas murales de Santa María de Tahull (Lérida)La Razón

Semejante ímpetu tomó casi desprevenidas a las tropas cristianas que, para evitar verse copadas, aceptaron de inmediato la batalla en una extensa llanura que no habían escogido y en una jornada que no decidieron: Sancho y Alvar Fáñez habían perdido la iniciativa frente al astuto y audaz Tamin. Aun así, ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo. Y así pareció suceder cuando, acabadas las escaramuzas que solían preceder a todo encuentro en campo abierto, la vanguardia castellanoleonesa, compuesta por la formidable caballería pesada occidental de la época, arrolló al centro de las fuerzas musulmanas y continuó, decidida, su avance. Sin embargo, Ibn Abi Ranq, al mando de la maltrecha sección almorávide, tuvo la suficiente sangre fría como para conseguir que sus tropas mantuvieran el orden y no huyeran desbandadas de la tormenta de hierro que las asolaba. Abi Ranq, simplemente, compró tiempo para el resto de su ejército: así, mientras sus guerreros absorbían la carga cristiana, las alas del ejército almorávide rebasaron los flancos de Sancho Alfónsez, aprovechando la amplitud del terreno, para asaltar el real enemigo. Tomado este, tras masacrar a los peones que habían quedado para su defensa, la caballería almorávide se reorganizó rápidamente para caer sobre la retaguardia castellanoleonesa, envolviendo por completo al ejército cristiano. Abi Ranq resistió durante todo ese tiempo, hasta que, por fin, vio pasar entre sus formaciones a las tropas de reserva de Tamin, totalmente frescas, que se sumaron a su denodado esfuerzo para asegurar la letal tenaza sobre sus enemigos, en una suerte de «Cannas» almorávide.

Alvar Fáñez consiguió escapar de la trampa con parte de la caballería castellanoleonesa, al frente de la cual entró en Toledo días después. Sancho Alfónsez y su protector, el conde Ordóñez, no tuvieron tanta suerte y, aunque consiguieron abrirse camino en dirección a Belinchón, quedaron aislados al ser herido el caballo del primero. Perseguidos de cerca por los almorávides, perecieron todos junto a los pocos caballeros que quedaron para tratar de salvar al infante, cuya muerte truncó la sucesión del reino de León y, sobre todo, la vida de un padre destrozado, Alfonso VI, que no tardó más de un año en abrazar a la parca. Atrás quedaron los infortunados peones de la hueste castellanoleonesa, muertos o apresados por los norteafricanos, incapaces la mayoría de zafarse de la magistral pinza enemiga.

Cuentan las crónicas –sin duda intencionalmente exageradas– que las cabezas de los cristianos caídos fueron apiladas para formar una suerte de alminar, desde el que el almuédano llamó a la oración al término de la jornada. Pocos días después, Uclés cayó, víctima también de una hábil añagaza de Tamin. El sistema defensivo del Tajo se vino abajo como un castillo de naipes del que, paradójicamente, solo resistió la misma ciudad que debía salvaguardar: Toledo. Como hicieran las fuerzas de Abi Ranq en Uclés, la ciudad del Tajo aguantó la tormenta el tiempo suficiente como para que León restañara sus heridas y tomara nuevamente la iniciativa en la dilatada partida de ajedrez de la Reconquista.

Portada del número 35 de "Desperta Ferro Especiales"DF

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