Córdoba, un gigante con pies de barro
Hubo un siglo en el que la potencia dominante en la península ibérica fue clara y manifiestamente una: el Estado conocido como el califato omeya. Apenas duró cien años, pero entre ambas fechas, el Estado andalusí brilló con fuerza en términos políticos, militares y culturales
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Con capital en Córdoba, fue fundado como califato independiente en el año 929, de la mano de Abderramán III su disolución llegaba en el año 1031 en medio de terribles guerras civiles. La otra cara de la moneda fueron los pequeños reinos cristianos del norte de la Península, precarias formaciones políticas que luchaban por su supervivencia en clara inferioridad militar, al tiempo que trataban de consolidar identidades propias, con poco éxito aún. Los cristianos vivían arredrados ante el poder de Córdoba.
Esta situación se acentuó hasta el límite en tiempos de Almanzor, célebre hajib (o chambelán) del califa que, de facto, gobernaba al-Ándalus. El régimen seguía siendo un califato, y su cabeza seguía siendo el califa, pero este último había quedado completamente anulado, sin poder político ni influencia, en favor de su chambelán, Almanzor. Pero la legitimidad de Almanzor era muy cuestionada, lo que obligó al hayib a lanzar año tras año aceifas, campañas militares de destrucción y saqueo de los reinos cristianos. Con ello conseguía el prestigio, así como el botín de guerra suficientes para acallar todas las críticas internas y sofocar a la oposición. Fueron años de terror para los cristianos, que sólo encontraron alivio a sus males en la religión y, aunque parezca increíble, en la esperanza de que pronto llegara el fin de los tiempos, cuando, según el Apocalipsis, se hiciera finalmente justicia y el Señor liberara a su grey de las manos del maligno, a quien los habitantes de Burgos, Barcelona y Santiago de Compostela (por citar tres de las ciudades que sufrieron la devastación en estos tiempos) claramente identificaban con el gobernante de Córdoba.
Es por ello que en este periodo una de las producciones culturales más importantes de los reinos cristianos fuera la de los célebres Beatos, que no son sino copias, muchas de ellas iluminadas, de la obra titulada Comentario al Apocalipsis o Commentarium in Apocalypsin del Beato de Liébana, redactada en el siglo VIII pero enormemente popular en el X. En las representaciones del Anticristo, del Falso Profeta o las huestes del demonio es inevitable que veamos el reflejo del califa, el hayib y sus ejércitos, es decir, de los temores cotidianos y tangibles que acosaban a los monjes que copiaban e iluminaban estos manuscritos.
Un inmenso error
Pero todo lo mundano es finito, y el Estado cordobés demostró ser un gigante con pies de barro, el efecto de un frágil equilibrio entre varios factores, equilibrio este que no se pudo o no se supo mantener por mucho tiempo. El primogénito y sucesor de Almanzor supo gobernar con sabiduría y mantener al gigante de pie. Pero fue asesinado -a decir de las fuentes- por un medio hermano suyo llamado Abderramán y apodado Sanchuelo por su parecido a su abuelo, Sancho Garcés II de Pamplona. Este Sanchuelo -de quien las fuentes coetáneas subrayan su corto entendimiento de la realidad- cometió el inmenso error de dar fin a la farsa de un califato gobernado por un chambelán y se dio a sí mismo el título de califa contra la tradición, que obligaba a que el califa fuera descendiente de Mahoma.
Muchos coetáneos lo vieron como una usurpación. En paralelo, el Estado adolecía de una terrible tensión interna efecto de la competición entre tres grandes grupos étnicos: árabes, bereberes y ahora eslavos (efecto de la costumbre de los califas de dar cargos de relevancia en la administración y el Ejército a esclavos o libertos, muchos de ellos de origen eslavo). Los bereberes también se vieron muy beneficiados por los amiríes (Almanzor y sus hijos), quienes les auparon a puestos de poder, como medio para minimizar la tradicional primacía de los árabes en el gobierno de al-Ándalus, desde tiempos de la conquista.
Con la debilidad de la autoridad central cuya culpa reside en buena medida en la torpeza de Sanchuelo, afloraron con fuerza las luchas entre estos grupos étnicos, que pronto desembocaron en una guerra civil de enormes proporciones que se manifestó, entre otros sucesos, en el asedio de la ciudad de Córdoba por los bereberes, en batallas campales entre estos y árabes y en la presencia de ejércitos cristianos en pleno corazón andalusí llamados por unos y otros para ayudarlos en la lucha con sus hermanos de fe. El resultado fue el fin del califato y su fragmentación en múltiples entes políticas, muchas de ellas diminutas, llamadas taifas (historiográficamente, las primeras taifas). Y no podemos olvidar que todo esto sucedió mientras los reinos cristianos, a principios del siglo XI, comenzaron a despegar en términos políticos, económicos y militares. El gigante con pies de barro cayó en el año 1031 y, a partir de entonces, el al-Ándalus ya nunca volvería a brillar tanto.
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