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Hotel Plaza, el corazón de Nueva York está en venta

Protagonista de la historia viva de la ciudad, es noticia porque su propietario actual, un indio multimillonario, necesita deshacerse de él para saldar deudas con la justicia.
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Protagonista de la historia viva de la ciudad, es noticia porque su propietario actual, un indio multimillonario, necesita deshacerse de él para saldar deudas con la justicia.
El hotel Plaza no fue tan desmesurado como el Waldorf Astoria, ni cobijó a la bohemia como el Chelsea, al que cantaron Leonard Cohen, Joni Mitchell, Jefferson Airplane, Nico, Graham Nash y Bob Dylan, pero su monumental fachada sirvió como reclamo para la realeza, el glamur y la historia y en sus habitaciones respiró Jay Gastby, el magnífico arribista, príncipe de la era del jazz, concebido por Scott Fitzgerald. Con sus veinte pisos, sus vistas a Central Park South, su vecindad con Tiffany & Co., Bergdorf Goodman y Gucci, y también con Teatro Italiano, inaugurado en 1948 por Marlene Dietrich. En Nueva York, donde nada resulta eterno y ningún monumento tiene asegurada la inmortalidad, donde incluso metieron piqueta a la estación de Pensilvania, parece milagrosa la pervivencia del Plaza. Aunque sea una sombra del hotel que fue. Aunque más de la mitad de sus habitaciones fueran reconvertidas en apartamentos. Aunque cada cierto tiempo su majestad de lujoso paquebote a orillas de Central Park se vea entorpecida por la enésima operación urbanística. Su singladura es también la de sus especuladores, que lo compraban porque querían poseer el pedazo de hotel más fastuoso de Manhattan y acababan vendiéndolo como si fueran tenderos. Mercaderes de una ciudad que nunca descuido su sedimento mercantil. Una ciudad que tiene mucho de lonja de sí misma y escaparate de vanidades.
Como sucede cada pocos años desde que abrió en 1907, Plaza está en venta. Quiere despacharlo su dueño actual, Subrata Roy, el multimillonario indio, dueño del imperio Sahara Group, acosado por las deudas y los jueces. El Gastby que nació en Araria, no lejos de los bosques de Valmikinagar, donde todavía hay tigres, rinocerontes, búfalos y leopardos, necesita el dinero para apaciguar a sus acreedores. Antes que de Roy el edificio diseñado por Henry Janeway Hardenbergh fue propiedad de la New York Life Insure Company, la gran aseguradora de la ciudad, así como de Conrad Hilton, que pagó 8 millones de dólares en 1943, acometió reformas dignas de un marajá y acabó por venderlo en el 55 a la cadena Childs, que también lo vendió, en 1975, a Western International Hotels. Todos estos cambalaches, que figuran en cualquier enciclopedia de la ciudad, alcanzan su punto de fusión en 1988, cuando lo adquiere un multimillonario rubio, colérico y sádico, rey de una telecomedia en tiempo real que protagonizaba 24 horas al día, ídolo del couché y coleccionista de wamps: Donald Trump. «He comprado la Mona Lisa», alardeaba el hoy presidente. Se le hacía la boca soda al pensar que los 390 millones que había pagado daban para emparentar con la realeza de Manhattan. No era lo mismo hacer fortuna con edificios sin pedigrí y pelotazos macarras que caer como un paracaidista en el Salón del Roble y su bar adyacente, junto al espectro de Cary Grant.
Un dólar al año para Ivana
Trump nombró presidenta a su esposa Ivana, con un sueldo de 1 dólar al año «más todos los vestidos que pueda comprar». También alardeó de que el hotel incluía varios óleos muy valiosos, aunque nadie supo de qué demonios hablaba, y adelantó su intención de forrar los baños del hotel con ónice, la piedra semipreciosa emparentada con la calcedonia. Trump, que ganó la subasta por el hotel frente a Philip Pilevsky, Arthur G. Cohen y el hotel Mandarín, y lo perdió en 1992, obligado a venderlo como salvavidas durante una de sus épicas bancarrotas. Suma y sigue. En 1995 fue adquirido por un príncipe saudí, Al-Waleed bin Talal, y en 2004 por la empresa El Ad Properties, que lo cerró y volvió abrirlo transformado en una combinación del hotel y apartahotel (una idea, por cierto, que ya acarició en su día Trump). El Ad vendió una participación mayoritaria a Sahara Group en 2012 por 575 millones de dólares. El año pasado, cuando comenzaron los rumores de una nueva venta, hablaban de que los brokers del indio ofrecían el hotel por 550 millones. Entre los tiburones que codician la legendaria pieza de real state figuran varios fondos soberanos y de inversión, así como un músico, Pras, que lideró los Fugees junto a Lauryn Hill y Wyclef Jean.
Pero la propiedad parece maldita. Será porque no han vuelto los días de vino y rosas de la gran fiesta del ladrillo previa al crack de 2008. Dice el «Wall Street Journal» que el grupo JLL Hotels, que representará a Roy, espera ofertas. Pero Charles V. Bagli, del «New York Times», explica que el príncipe al-Waleed bin Talal todavía posee un 25% de participación en el hotel, y aguarda la ocasión para hacerse con la mayoría de la propiedad y «restaurar la vieja grandeza del Plaza». Muchos años antes, en la conmemoración del 75 aniversario del hotel, otro escritor del Times, el legendario Paul Goldberger, crítico de arquitectura, escribió que «Es seguramente el edificio más querido de Nueva York (...) el único hotel de la ciudad tan crucial a su patrimonio arquitectónico como los edificios públicos como Grand Central y la Biblioteca Pública de Nueva York».
La posible venta del emblemático edificio corona las páginas salmón de los diarios neoyorquinos desde hace días, pero el valor de la propiedad, descomunal, no sería nada sin su pedigrí icónico. Lo que sitúa al Plaza junto al Empire State Building, donde murió King Kong, y Ellis Island, por la que entró Vito Corleone, o sea, lo que hace del hotel una diadema borracha de canciones, leyenda y estrellas, es su eterno protagonismo en discos y novelas y su casi inextinguible poder de atracción para los jeques, millonarios y otros dioses menores durante más de un siglo. En el Plaza grabaron en directo Miles Davis, acompañado por John Coltrane, Bill Evans, Julian Cannonball Adderley, Jimmy Cobb y Paul Chambers (o sea, los mismos ases que lo siguieron al estudio medio año más tarde para registrar Kind of blue) y Duke Ellington con su orquesta.
Los mitos del jazz tocaron en el salón persa, igual que Josephine Baker, la pantera Dietrich y la elegante Peggy Lee. Enfrente del hotel volvieron a encontrarse Kattie y Hubbell, es decir, Barbra Streisand y Robert Reford, en «Tal como éramos», aquella melancólica cinta de Sydney Pollack. También en «Descalzos en el parque», de nuevo con Reford, acompañado por Jane Fonda. Son decenas las películas en las que el Plaza aparece, pero ninguna eclipsará nunca a «Con la muerte en los talones», protagonizada por Cary Grant, Eva Marie Saint y Charles Manson, contó con todos sus pretorianos, del compositor Bernard Hermann al director de fotografía Robert Burks y el genio de los créditos Saul Bass. Grant, por cierto, vivía en el hotel cuando rodaron la película. Y de ahí hasta llegar a «American Hustle», de David O. Russell, con Jennifer Lawrence, Christian Bale y Bradley Cooper. Sin olvidar que Carmela y Meadow, esposa e hija de Tony Soprano, acudían al hotel cada año para celebrar con una merienda el cumpleaños de la pequeña. Quién sabe si con la hipotética venta alguien recuperará el esplendor perdido, y con las renovaciones no abrirán de nuevo el Oak Room y el Oak Bar, dos de los restaurantes y bares más añorados de una ciudad generalmente enemistada con su propia memoria.