Imágenes del rock; por Sergi Sánchez
Es curioso: más allá de su iconografía rebelde y sus mitos con tupé, el rock clásico no ha tenido correlato visual. Como si le costara buscar imágenes a sus acordes de guitarra. Ni siquiera con su metamorfosis lisérgica en la segunda mitad de los sesenta, cuando aspiraba a convertirse en banda sonora del movimiento hippie, no pudo superar su valor como himno de guerra antisistema. Por eso el rock experimental de Lou Reed frente a la Velvet Underground es tan importante cuando hablamos de cultura de la imagen: porque supo anticiparse a la música electrónica a la hora de crear un entorno etéreo y telúrico, electrizante a la vez que perturbador, narcótico e introspectivo, que fuera tan envolvente como una travesía en el desierto.
Precisamente los obsesivos travellings circulares en el desierto de «La cicatriz interior», de Philippe Garrel, son la traducción en imágenes más fiable de la etapa menos melódica de la Velvet, la que quizá se acerca más a la plasmación de una poética del rock de vanguardia alejada premeditadamente de los tópicos. No en vano Garrel fue pareja de Nico durante ocho años. Y es que pensar en la Velvet no es sólo pensar en la Factory: la danza de máscaras diseñada para salir en la foto tan típica del Disneyworld warholiano no sabía convivir con la lírica pesimista de la prehistoria del «noise». Y esa poética del rock empezó a infectar ciertas películas de Wim Wenders (desde «Summer in the City» hasta «Cielo sobre Berlín», en la que un concierto de Reed ocupaba un lugar estelar); Jim Jarmusch («Permanent Vacation», «Extraños en el paraíso»), y con él los cineastas neoyorquinos de la New Wave; y mucho más tarde, el «Last Days», de Gus Van Sant, que, tomando como excusa a Kurt Cobain, recuperaba el espíritu de Rimbaud filtrado por el recuerdo de «Venus in Furs».