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«Incendios»: Mario Gas vuelve a quemar los escenarios

Apostó por abrir la temporada pasada con la obra de Wajdi Mouawad y el éxito fue total: lleno tras lleno y la crítica rendida. Este septiembre, La Abadía repite estrategia y el día 7 inicia la tercera etapa del montaje en solo doce meses
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Apostó por abrir la temporada pasada con la obra de Wajdi Mouawad y el éxito fue total: lleno tras lleno y la crítica rendida. Este septiembre, La Abadía repite estrategia y el día 7 inicia la tercera etapa del montaje en solo doce meses.
En junio repuso en el Real por tercera vez la ópera de Puccini «Madama Butterfly» –tras las puestas en escena de 2002 y de 2007–, y ahora Mario Gas (Montevideo, Uruguay, 1947) hace lo propio con «Incendios» en el Teatro de la Abadía durante doce meses de vértigo. En septiembre de 2016, la obra de Wajdi Mouawad (Deir el Qamar, Líbano, 1968, pero con pasaporte canadiense) estrena la temporada, también regresó en junio y un año después de la primera representación «tripite» en la iglesia madrileña con algunos «cambios de piel –actores–, pero con la misma esencia», explica. Así que el bueno de Gas puede tomar por cierto eso de que «no hay dos sin tres». «Será que ha funcionado bien», bromea. Pues sí, eso dicen los números después de dos primeras etapas en las que han ido «a sala llena» y con una tercera –del 7 de septiembre al 8 de octubre– en la que el camino parece el mismo, así que no tarden en comprar la entrada. Después, seguirán por Barcelona –mes y medio– «y otros lugares de España y puede que acabemos definitivamente... Salvo que salga algo fuera de nuestras fronteras», deja en el aire el director.
«Sé de mucha gente que la ha visto tres y cuatro veces porque no tiene suficiente con una. Necesitan, después de la intensidad de la primera vez, asistir con un poco más de calma la segunda y la tercera. ‘‘Seguimos emocionándonos igual’’, me dicen. Pero los que ya la habéis visto dejad hueco a los que no», se ríe. Es el «shock» que causa «Incendios», obra elevada por la crítica a «texto fundamental de los últimos veinte años». Incluso algún osado, como nuestro Raúl Losánez –que no está solo–, pide el Nobel de Literatura para Mouawad y no solo por esto. Y a lo que Gas le quita importancia: «La calidad intrínseca no depende de un premio más o menos». Habrá que verlo...
Dedo en la llaga
Lo que sí hace esta función es meter el dedo, bien dentro, en las llagas. «El espectáculo ha llegado, tocado, impresionado, emocionado, ha hecho pensar...», enumera el director. Síntomas de gran texto que también tiene esta pieza sacada directamente de la tradición clásica de Sófocles a quien devoró el autor de joven. «Si hay obras de hace 2.000 años como ‘‘Troyanas’’ que sigue estando de rabiosa actualidad, cómo no lo va a estar ésta, que se ha contando desde el epicentro de una guerra».
Con aroma a tragicomedia griega, el canadiense presenta tres historias –contadas en otras tantas horas, con descanso incluido–: la de Nawal (Núria Espert, un «emblema» para Gas, y Laia Marull), que va de su amorío con Wahab (Carlos Martos) y posterior embarazo hasta su muerte; la de su primer hijo, al que, tras perderle al nacer, buscará durante toda la vida; y la tortuosa aventura de los hijos gemelos (Candela Serrat y Carlos Martos, de nuevo) de la primera para llegar al fondo de su existencia. No ha pasado ni un día de la muerte de Nawal y su testamento abre «la puerta a su silencio y a sus secretos, a los misterios dolorosos de una familia». Un cuaderno rojo, una chaqueta de tela verde y dos sobres es el legado que deja Nawal en su ausencia. Lo suficiente para levantar un torbellino inflamable que quemará a todo el que ose acercarse dentro de un incendio atemporal y trasladable a cualquier zona de conflicto.
«Es lo que ocurre en nuestra civilización contado de una manera tremenda –habla Mario Gas–. Va directamente al corazón, a la sensibilidad y al cerebro. Es la barbarie entre iguales, es el perdón como la solución. La barbarie a partir de enfrentamientos étnicos, religiosos, éticos e históricos narrados de una manera brutal y enredados en malentendidos y en la ferocidad que solo aflora cuando los esquemas se rompen por todos lados. Y la piedad es lo único que puede salvarnos». ¿La solución? La tiene dentro la propia función: «La educación, aprender a leer, a pensar y a escribir», dice. Todo ello es «Incendios», la brutalidad con la que se enfrentó Gas hace un año y con la que ha salido (muy) bien parado entre crítica y público. Una prueba difícil tras el montaje original que el director acogió en el Español cuando estaba al frente del mismo.
–¿Jugaba sobre seguro?
–Eso no exise en teatro.
–Teniendo en cuenta los precedentes, el listón estaba alto y el golpe podía haber sido duro.
–Se apuesta sobre seguro cuando lo que te propones tiene un riesgo o, al menos, hay un tipo de teatro que el solo hecho de abordarlo ya es un problema. Pero cuando algo te conmueve y te golpea, como esta función, tienes que aceptarlo si te la ofrecen. Vas y la haces, y lo que menos se piensa es en el pasado y en el impacto que ha causado.
–Ha conseguido que la gente se olvide de comparar.
–Siempre son odiosas. Como director, he intentado contar la historia con la mayor ausencia de elementos perturbadores de las acciones principales, concentrando, de algún modo, la acción en que la emoción viaje hacia el público y no se quede en el escenario.
Es como resume Gas «no haberse liado en laberintos tangenciales» para haber llegado al espectador directamente. «Hemos tenido la suerte de poder explicar y traducir de una forma muy concisa y potente la obra», continúa sobre un montaje que en esta tercera etapa espera contar –«según me han dicho»– con la presencia del propio Mouawad, ausente hasta ahora por sus compromisos con el Theatre National La Colline de París y sus quehaceres de actor.
Y no menos ocupado está un Mario Gas que disfruta ahora de «unos días de descanso antes de volver a ensayar». Acaba de pasear «Calígula» por Mérida, Sagunto, San Javier... y ya está pensando en lo que le viene después de La Abadía: «El concierto de San Ovidio», para el CDN en el María Guerrero, y «La taberna del puerto», en el Teatro de la Zarzuela –a lo que se le podría haber sumado el musical de «El hombre de La Mancha», que «terminó por no salir»–. «Vengo de una familia de ópera y zarzuela y me es inevitable volver a estos cauces. Ésta es la primera del siglo XX que dirijo aquí y es muy especial porque ya la estrenó mi padre en el 40», recuerda el director.
–¿Está desfasado el género?
–Tiene un problema que, salvando las distancias, también tiene la ópera, que son libretos muchas veces obsoletos que nos lleva a un cierto ruralismo y ya nos condiciona la belleza de la partituras musicales. Hay una mezcla de todo: puede que no haya sabido evolucionar, hay un equívoco histórico con el franquismo, tal vez no se ha procurado que los compositores aborden más la zarzuela, la aparición del musical... Pero lo que sí veo es que las ediciones y reediciones de CD se agotan.
–¿Habría que modernizarla?
–Hay que trabajar para intentar reubicarla. Modernizar no, que me da reparo la palabra. Diría adecuarla y buscar los puntos que encajen en este tiempo.
Un genio truncado
Y entre idas y venidas de la conversación, sale a la luz Lorca: 80 aniversario de su muerte. «Me viene a la cabeza a dónde hubiera llegado este hombre sin el absurdo y el espanto de la guerra. Veo dos lecturas de esa barbarie: la simple eliminación de un contrario o la de alguien tan significativo... Si en pocos años nos dejó tanto, quién sabe lo que tendríamos ahora, pero todo eso sucedió...», lamenta Gas. Hace una década era precisamente Lorca –no él directamente, sino la programación de «Lorca eran todos»– el que le daba otro disgusto. Entonces dirigía el Teatro Español y aquello le valió para comprobar que no es un puesto fácil, aunque quien le dio el disgusto fue la sociedad: «Ver que no se había avanzado nada 70 años después fue terrible».
–¿La retiraría hoy de nuevo?
–Diez años después... No lo sé.
–¿Se arrepiente?
–Puede parecer una decisión blanda, pero no, porque lo hablamos todos los actores implicados y decidimos hacerlo. Hasta llegar yo, nadie se atrevió a programarlo. No sabes lo que le decían a las taquilleras por teléfono... Si me hubiera ordenado alguien de arriba que lo hiciera, entonces, no habría desprogramado.
Finalmente, se hizo en el auditorio de CC OO. Lo que todavía no ha logrado –ni él ni los otros centenares de firmantes del manifiesto– es que vuelva el teatro a Matadero. Algo que le duele a Gas, fue su «hijo». Pero opina «como individuo de la calle»: «Restar siempre es malo. Es una decisión equivocada en un lugar idóneo para las ‘‘performances’’ y para el teatro de texto, para todo».
Con ello, comenta que después de haber pisado el Español y la libertad que le dieron «es muy difícil coger otra oferta», aunque la boca se le ponga pequeña: «Si algún teatro público quiere ofrecerme algo con garantías de desarrollar un programa amplio y de choque, y sabiendo que no me pliego a la órdenes de arriba, ahí estoy. Pero el lugar que tengo ahora no me disgusta en absoluto. Creo que contribuyo de una manera adecuada a lo que entiendo por teatro». Y que así siga.