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Jesús Marchamalo: «Savater posee una biblioteca llena de muñecos kinder»

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La entrevista de Marta Robles
Los libros, al menos algunos, son tesoros sin cofre. Historias guardadas en papel y cartón que valen por lo que cuentan y porque se pueden tocar y mirar y oler y disfrutar. Quizá algún día no haya libros. Tal vez en el futuro sólo queden algunos venerados como recuerdo de cuantos existieron. Entre ellos, seguro que se contarán muchos procedentes de las bibliotecas de escritores, antes lectores, siempre adoradores de libros. ¿Dónde los guardan algunos de la talla de Arturo Pérez- Reverte, Javier Marías o Vargas Llosa? Esa es la pregunta que se hizo otro escritor, Jesús Marchamalo, y que se responde en su última obra, «Donde se guardan los libros» (Siruela), después de haber visitado las bibliotecas de varios de sus grandes colegas. Los secretos y las curiosidades de los espacios que dedican a éstos quienes los escriben quedan al descubierto gracias a este curioso investigador.
Secretos como los de esos soldaditos de plomo que caminan por las estanterías en las que viven los libros de Javier Marías, «Es un ejército invasor que comunica cada una de las habitaciones por las que tiene colocados los libros, vigilando esos lomos de libros ingleses perfectamente colocados y ordenados». Supongo que, como yo, nadie hubiera imaginado desorden en los libros de Marías. Y menos aún en los ingleses. Pero me gusta que me lo certifique este «inspector de bibliotecas» –así bautizó a Jesús Marchamalo Antonio Gamoneda al dedicarle uno de sus libros–, al que le abren las suyas hasta los escritores más reacios. Como Pérez-Reverte. «Es una persona extremadamente celosa de su privacidad y poco amigo de andar contando por ahí cosas personales; sin embargo, no tuvo ningún problema para franquearnos la entrada a un fotógrafo y a mí a su biblioteca. Es cierto, eso sí, que pactó con el fotógrafo, casi con un punto de coquetería, el tipo de objetivo. ‘‘Oye –le dijo–, no me vas a sacar con un 35 de ninguna manera’’. Por suerte, el fotógrafo debía de llevar el objetivo adecuado y la prueba está en la imagen de un apuesto y sonriente Pérez- Reverte que ilustra el capítulo dedicado a su biblioteca. «En realidad es una casa fantástica –dice Marchamalo refiriéndose a la del académico–, absolutamente llena de libros. Y dentro de la casa hay dos lugares que a mí me llamaron la atención especialmente: su estudio –rodeado en ese momento por las cosas que estaba escribiendo, una enorme biblioteca que decía que podría ser la de Alatriste, pero también con los volúmenes que Alatriste tendría en su biblioteca– y luego un lugar abajo, muy inhóspito, donde deja las obras de las que se desentiende. Es una especie de sala de autopsias, toda blanca, con fluorescentes, donde baja los libros que no le interesan. Una biblioteca impresionante».
Vuelve a Marías Marchamalo y sonríe al revelarme que los autores ingleses de los que hablábamos antes «los tiene ordenados por orden cronológico». Increíble, pero, al parecer, cierto. Menos mal que también le confesó Marías a Marchamalo que tiene una chuleta con la fecha de nacimiento de esos autores, porque, si no, no encontraría a más de uno. Como Savater, aunque él por otro motivo. «Fernando Savater es el ejemplo de un gran desorden. Posee una biblioteca inmensa y llena, además, de postales, muñecos de los kinder, cosas de ‘‘La guerra de las galaxias’’..., todo extremadamente caótico. Y según me contó –dice Marchamalo–, no le importa nada ser desordenado, lo que le fastidia es que cada vez que necesita un libro ya ha cobrado conciencia de que le es mucho más sencillo bajar a comprarlo que intentar encontrarlo en ese caos en el que se ha convertido su biblioteca». Cada «templo de libros» tiene una peculiaridad, por eso la inquietud de Marchamalo al retratar veinte en este volumen suyo era saber qué contar de cada cual, de qué detalle no olvidarse para diferenciarlas..., porque en el fondo, las bibliotecas son bastante parecidas aunque estén ubicadas en casas grandes, pequeñas, descomunales, ordenadas o desordenadas. Son espacios de amor a los libros, donde huele a papel y donde no hay lector que no se sienta protegido y acompañado.
Los quemados de Sarajevo
Le pregunto por la de Carmen Posadas y me responde sin dudar: «Es la biblioteca de una lectora, con una sección de libros escogidos que ella tiene encarcelados en una vitrina... Es un nivel superior el de las bibliotecas con vitrina. Carmen tiene los libros de leer en una biblioteca y los de atesorar en otra. En la primera están las ediciones baratas, por ejemplo, de Dickens, que le gusta subrayar, meter cosas en ellas o torcer las páginas, y en las vitrinas, las caras del mismo autor, que saca de cuando en cuando, mientras lee las otras, para ver las imágenes». Seguimos hablando y no puedo resistirme a preguntarle por ese par de libros medio quemados de la biblioteca de Pérez-Reverte. «Se los trajo de la biblioteca de Sarajevo. Cuando ardió, estuvieron cayendo pavesas sobre la ciudad durante casi una semana. Y esas pavesas eran trozos de los libros que habían subido con el calor; prácticamente estuvieron lloviendo trozos de libros quemados durante siete días. Dos de los libros chamuscados, mojados, golpeados por los trozos de estuco que caían sobre ellos, los tiene él». Se emociona Marchamalo mientras relata su viaje por las bibliotecas de los escritores. «¿Dónde guarda los libros Vargas Llosa?», le pregunto casi para terminar. Y me habla de la biblioteca espectacular del Nobel, repartida en varios países. «Tan limpia y ordenada que podría parecer una biblioteca femenina». Acabamos ya, por falta de tiempo y espacio, que no de ganas, y lo hacemos con la triste anécdota de José Emilio Pacheco, que murió tras tropezar en su estudio con un montón de libros: «Cayó, ingresó en el hospital y ya no salió con vida». Esta vez respondo yo: «Si un tropezón ha de quitarte la vida, mejor que sea con aquello que te la hizo vivir más intensamente, ¿no?».