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Vida y enfermedades de un poeta
Juan Ramón Jiménez, una biografía entre muchos versos y mucho opio
Un libro ahonda en las enfermedades que padeció el poeta de Moguer y en el empleo del opio para poder combatirlas

Este es un libro condenado a ser polémico. Su título, «Juan Ramón Jiménez y las drogas» –publicado por El Desvelo Ediciones–, es toda una declaración de principios, pero en su interior lo que nos propone Jonás Sánchez Pedrero, su autor es un viaje por la biografía médica del gran poeta y Premio Nobel, uno de esos aspectos que han quedado desdibujados en la biografía del autor de «Platero y yo», pero del que hay rastro tanto en sus epistolarios como en los diarios de su esposa Zenobia Camprubí.
No es la primera vez que se aborda este tema, aunque sí la primera que se hace con cierto rigor. Ya en el pasado, una biógrafa del poeta, Graciela Palau de Nemes, había declarado públicamente que «a Juan Ramón lo trataban con medicamentos o medicinas que, de verdad, no curaban. Al contrario. A veces leo las cartas a Juan Guerrero... ¡qué barbaridad de trasfusiones de sangre! De darle cinco huevos porque no comía bien... No. Por eso yo digo que me parece que si no hubiera sido por su enfermedad [sic] el retrato que queda de Juan Ramón Jiménez hubiera sido el de una cosa extraordinaria».
La salud del gran escritor de Moguer no fue nada fácil. Sánchez Pedrero nos recuerda que a Juan Ramón se le aplicó el diagnóstico de neurótico o neurasténico, además de padecer fiebre leve, irritabilidad, colitis, moqueo, estornudo y escalofríos. Evidentemente todo eso debía ser tratado con remedios que hicieran más fácil la vida del poeta seriamente enfermo. Y es aquí donde entran los fármacos que le fueron suministrados y que acabaron reflejándose en la propia creación literaria, como añade Palau de Nemes.
Los opiáceos jugaron un papel importante en el estado de Juan Ramón, tal y como se documenta en este ensayo, una droga, concretamente el láudano, muy habitual en el tratamiento de dolencias en el siglo XIX. También lo era en el hogar de Juan Ramón, como él mismo apuntaba en una de las prosas de su libro «Por el cristal amarillo» donde escribe que «mi madre despertó, de su sopor del láudano, alzó los ojos a la puerta y nos llamó». Otro testimonio escrito es el del periodista colombiano Germán Arciniegas que coincidió con Jiménez mientras vivía ya exiliado en Washington D.C. «Juan Ramón insistió en que almorzara con él. Le expliqué mi situación y me dijo: La única parte donde puede usted almorzar es mi casa. Usted olvida que lo que yo soy es un médico. Voy a prepararle yo mismo lo único que puede devolverle la salud. Véngase tranquilo. (...) No había ninguna exageración en lo que dijo. Lo que me tenía era una sopa de arroz muy simple y tal vez unas gotas de láudano. Le obedecí sin chistar. No he tenido otra experiencia mejor médica».
Sánchez Pedrero reconoce que habría que preguntarse hasta qué punto el autor de «Arias tristes» o «Diario de un poeta recién casado» era consciente de la influencia de los fármacos, sobre todo el opio, tenía en él y su trabajo. En su «Monumento de amor» encontramos alguna huella de este particular cuando escribe «enfermedad sin nombre,/ que solo yo conozco,/ me come el alma triste hasta la vida,/ y me reclama el sueño artificial».
Hubo ocasiones en las que los fármacos provocaron en el poeta delirios, incluso ya en su vejez. En este sentido, Zenobia apuntó en sus diarios un episodio controvertido, un momento en el que un contrariado Juan Ramón le espetó que había tirado una carta de Goethe. «Yo miré si había algún papel, que no había y le dije: “Si no hay ningún papel”. A lo que me repuso sin vacilar: “Sí, no te acuerdas de mis cosas. La que me escribió cuando me tradujeron al alemán mi Platero”. Este tipo de fenómeno me escalofría». Todo eso era consecuencia de un tratamiento de inyecciones de Thorapine que el poeta recibía en aquellos días y del que Zenobia sospechaba que se estaba haciendo adicto su marido. Ella misma le diría a Juan Guerrero Ruiz, el hombre de confianza de Juan Ramón y el llamado por Lorca «cónsul general de la poesía», que «el tratamiento de Torapine [sic] que tanto me preocupa por su reacción febril, parece que a J.R. le empieza a gustar y, al ver que le suspendieron hoy las inyecciones, me pidió que rogase al doctor Batlle que se las volviera a poner».
Volvamos a Guerrero Ruiz quien tuvo la paciencia y diligencia de apuntar en sus diarios sus conversaciones con Juan Ramón Jiménez, un testimonio de primer orden para conocer al poeta. En ellas no faltan las referencias a las consultas médicas y, cómo no, al uso del opio, es decir, del láudano. Un ejemplo de ello es de abril de 1931 cuando Juan Ramón Jiménez le afirma sin tapujos que «yo me he burlado siempre de los médicos, y tengo una caja donde guardo todas las recetas, cartas, retratos, etc. y cosas muy divertidas. Por ejemplo, una vez que Marañón me recetaba cinco gotas de láudano precisamente, yo insistí en que cuánto era una gota, pues según los distintos cuentagotas la cantidad era mayor o menor, pudiendo ser hasta el doble de unos a otros».
Pero Juan Ramón tomaba opio, hecho que preocupaba a Zenobia Camprubí, incluso en sus primeros momentos de noviazgo. «Le “juro” a usted que yo no soy un “tomador de opio” ¿Quién le ha dicho a usted eso? ¿En tan poco cree usted que estimo mi salud y mi porvenir? Lo he tomado, como medicina, para cosas pasajeras. Lo que sucede es que, por haber vivido yo mucho entre médicos, no le doy al opio la importancia que un “profano”. Ahora lo tomé cuatro o cinco noches para dormir», comenta en una carta nuestro protagonista.
Que la medicación tenía efectos secundarios era algo que Juan Ramón Jiménez sospechaba. De sus dudas hay huellas en su epistolario, como en una misiva enviada al escritor y director teatral Gregorio Martínez Sierra en la que se define como «medio muerto. Me están dando unos ataques convulsivos, con pérdida de conocimiento y parálisis; no puedo estar de ninguna manera; paso el día con médicos; esto se ha descompuesto definitivamente».
Tal vez, tras leer el libro queda evidente que Ricardo Gullón, uno de los mejores estudiosos del autor de «Españoles de tres mundos», tenía razón al exponer que «diagnóstico certero –Juan Ramón está enfermo de tristeza–; certero, pero incompleto: ¿Cuál es la causa de esa tristeza enfermiza? Una pregunta nunca contestada satisfactoriamente».
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