Kathryn Mannix: «Morir es más suave de lo que la gente cree»
Esta experta en cuidados paliativos recoge en el libro «Cuando el final se acerca» (Siruela) su experiencia en el arte de ayudar a morir
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Esta experta en cuidados paliativos recoge en el libro «Cuando el final se acerca» (Siruela) su experiencia en el arte de ayudar a morir
Kathryn Mannix tiene un efecto sedante. El gesto suave y el tono pausado hacen fácil imaginarla a los pies de la cama de miles de enfermos a los que ha ayudado a morir. Su discurso sobre la muerte tranquiliza porque, según esta doctora británica, hay poco que temer y mucho que preparar. En “Cuando el final se acerca” (editorial Siruela) nos ofrece un asiento de palco en las últimas horas de algunos pacientes para que entendamos que la cosa no es tan terrible. Que el segundo (y último) día de nuestra vida que dura menos de 24 horas se puede afrontar con una actitud digna y serena con la información adecuada. Especializada en cuidados paliativos, Mannix reconoce con humor que una de sus hijas sigue enfadada con ella por haberla animado a ver el cuerpo sin vida de un ser querido. Si ella, que ha visto tantos dramas, no teme a la muerte, quizá debamos creerla.
- ¿Por qué tenemos tanto miedo a la muerte si, como usted dice, es más molesto venir al mundo que marcharse?
- Tiene que ver con el hecho de que estamos constantemente hablando de dar a luz, de partos, de nacimientos. Pero la gente que está de luto es mucho más silenciosa. No hablan, no quiere hacerlo. Hemos confinado la muerte a los hospitales, ya no se muere en casa. No estamos acostumbrados a verlo, no sabemos cómo es una persona muerta. Tememos lo que no conocemos. Hace cien años la gente sí lo sabía porque se moría en casa. Ahora, en cambio, siempre esperamos que en la UCI hagan algo más, que apliquen nuevos tratamientos, que prueben otra cosa. Y muchas veces no se trata de lo que quiere el paciente, sino la familia.
- ¿Cuál es la mayor mentira en torno a la muerte?
- Lo que más teme la gente es que sea muy doloroso, o asfixiarse, estar despiertos y aterrorizados. Que la familia les vea morir y queden traumatizados. A lo largo de mi trayectoria profesional me he encontrado con muchísima gente aterrada ante la idea de fallecer y que, una vez les explicaba lo que podían esperar, que todo sería mucho más suave, respiraban aliviados. Es realmente conmovedor el efecto balsámico de estas charlas.
- Me ha parecido muy interesante lo que dice sobre que a veces elegimos un instante preciso para morir. ¿Cómo se explica esto?
- No tiene explicación pero pasa muy a menudo. Sobre todo en residencias de ancianos, cuyo personal está muy acostumbrado a tratar con la muerte. Hay familias que se pasan el día y la noche junto al enfermo, pegados a la cama, haciendo turnos... Y en un segundo, alguien sale a fumar un cigarro o a por agua y cuando regresa la persona ha fallecido. Es inexplicable y ocurre en una proporción infinitamente mayor de la que se daría por mero azar. Es como si tuviéramos cierto control sobre nuestra muerte. También ocurre que personas que debían haber muerto hace tiempo y que, inexplicablemente, siguen respirando, fallecen después de que suceda algo que estaban esperando, como una visita determinada o una noticia concreta. A veces tenemos que decirle a la familia que den permiso a la persona para que se vaya, que se tumben en la cama y que les digan que todo está bien, que pueden marcharse. Es realmente increíble la cantidad de veces que, entonces, se produce un cambio en la persona, se enfría, la tensión cae... No encontramos explicación científica para esto.
- ¿Y lo de la luz al final del túnel? ¿Se lo cuentan sus pacientes?
- Es muy curioso que sea un relato tan persistente y que no distinga de nacionalidades, religiones o culturas. Además del túnel de luz, muchas veces cuentan que ven a figuras importantes de su fe; da igual que sean hindúes, judíos o musulmanes. Desde fuera observamos que estas personas están totalmente inconscientes, en el lecho de muerte. Es realmente interesante que tengan estas experiencias y que luego no mueran y puedan contarlas. Hay una teoría que lo relaciona con la disminución del oxígeno en el cerebro, aunque no está nada claro.
- ¿Hubo algún relato que le llamó especialmente la atención?
- Tuve un paciente muy interesante, un hombre mayor al que atendí en mi primera clínica de paliativos que no tenía ningún miedo a morir porque decía que sabía lo que le esperaba. Tuvo una hermana gemela que falleció cuando eran pequeños y me contó que cuando él era joven tuvo un accidente de trabajo en el que casi perdió la vida. Mientras estaba en coma, tuvo esa experiencia del túnel y al otro lado de un campo bellísimo le esperaba su hermana, al otro lado de una puerta. Ella también había crecido y aparentaba la misma edad que la del paciente. A él le hizo muy feliz verla pero ella no le quiso abrir porque, según le explicó, aún no era su momento y tenía mucho por hacer. Se quedó muy desilusionado por la belleza del lugar, quería quedarse, pero se despertó en la UCI. Cuando yo lo conocí ya no tenía ningún miedo porque sabía lo que pasaría, conocía la puerta, el campo, y que le esperaba su hermana. Estaba sereno y confiado.
- ¿La gente religiosa muere mejor?
- Le puedo decir que quienes han entendido de qué va la vida realmente, que todo es transitorio y que lo único importante es la bondad y el amor, mueren exactamente como han vivido. No importa si han llegado a esas conclusiones a través de la fe cristiana, musulmana, o por otro camino. He conocido a muchos que tenían la religión en la cabeza, pero no en su corazón, y a otros que se definían como ateos y cuyas creencias se fundamentaban en la bondad del ser humano. Así que quien se ha manejado bien en la vida, sea con Dios o sin él, muere igual. Las normas religiosas no parecen aportar mucho.
- ¿La creencia en otra vida no sirve de antídoto?
- Algunos sí parecen reconfortados ante la idea de que van a volver a ver a sus seres queridos. Otros, en cambio, encuentran consuelo en que sea el final, que ya no haya nada más de qué preocuparse. También los hay que se obsesionan con el infierno o sobre si Dios les juzgará.
- Al final del libro habla incluso de una forma positiva sobre la muerte, como un instrumento para vivir más despiertos.
- Es algo que he aprendido de la gente espiritual con la que he trabajado, ya sean ateos o religiosos. El tener en cuenta que cada día es precioso, que hay que vivir en el momento. Hay gente que encuentra el bien en todas las cosas porque así lo deciden.
- Dice incluso que antes de morir muchos se vuelven más compasivos.
- Cuando vas haciéndote mayor te das cuenta de que a la tumba no puedes llevarte nada y empiezas a pensar en tu legado, en cómo te van a recordar. Solo importa cuánto has querido a otros y cuánto amor has recibido. Esta transición la he visto millones de veces en mis pacientes.
- ¿Quién suele darse cuenta de que el final está más cerca?
- Es muy curioso que son muchas veces las mujeres de la limpieza, ni siquiera los enfermeros, las que se dan cuenta en el hospital de quién está a punto de morir. También los auxiliares que suben y bajan a los pacientes a las pruebas. El personal no cualificado. Si te dicen algo hay que prestarles atención porque ven cosas que tú no ves.
- ¿Cuáles son esos pequeños cambios que anticipan el desenlace?
- El nivel de energía es el mejor indicador. También la cantidad de alimentos que un enfermo es capaz de ingerir. Te das cuenta de que antes podía levantarse o subir escaleras y, de pronto, eso se hace imposible.
- ¿Es cierto que antes de la muerte hay una pequeña resurrección, como una etapa de euforia?
- La verdad es que no pasa casi nunca y es importante aclararlo porque hay familias que esperan a ese momento para decir las cosas importantes y nunca llega.
- ¿Le ha perdido usted el miedo a la muerte?
- Sin ninguna duda. No solo a mi muerte, también a la de mis seres queridos. Este año han fallecido tres personas muy cercanas y, aunque ha sido muy triste, sabíamos lo que iba a pasar. Poder compartir la información y las decisiones lo hace todo más fácil. Lo que está claro es que no podemos hacer la muerte menos triste porque ese sentimiento es el precio a pagar por haber amado.
- ¿Qué opinión tiene sobre la eutanasia? En el libro habla de un par de casos que pone los pelos de punta.
- Hubo una persona que se arrepintió y pudo cambiar de opinión y me pidió que lo contara para prevenir a otros. También es espeluznante el caso del ciudadano británico que vivía en Holanda y que fue presionado para que pidiera la eutanasia. Es un tema realmente complicado con implicaciones variadísimas. Cuanto más lo pienso y más personas veo morir, más cuenta me doy de que no estamos enfocando bien el asunto. Hemos de pensarlo no solo desde nuestro punto de vista, sino desde la perspectiva de gente a la que queremos y que teme ser una carga. No es justo que alguien decida irse porque la gente que le rodea y le cuida está cansada. Es un tipo de presión, incluso de parte de algunos familiares, que se da y que hay que tener muy en cuenta a la hora de cambiar la legislación.
- Eso suena aterrador.
- Yo he tratado y he visto a familiares que no son precisamente bondadosos. Quizá podamos impedir esa presión, pero lo que no podemos evitar es la bondad intrínseca de algunos que quieren marcharse para no ser un estorbo. No sé cómo puede legislarse eso. Yo sé muchísimo de la muerte pero no tengo la respuesta sobre la eutanasia.
- Si usted no lo sabe, imagine el conocimiento que tienen los encargados de legislar.
- Ese es el problema. No creo que los políticos tengan mala intención o sean superficiales a propósito, pero no tienen ni la sabiduría ni los conocimientos. En Reino Unido hubo una consulta masiva de doctores sobre la oportunidad de cambiar la legislación y la respuesta mayoritaria fue negativa. Los más favorables fueron los que trabajan en Urgencias o en UCI, los que afrontan crisis médicas. En cambio, los que practican medicina general, tanto en cuidados paliativos como en residencias de ancianos o en cualquier otra especialidad, votaron en más de un 80% en contra de ampliar la ley. Entendieron que podemos seguir haciendo frente a la muerte con la actual regulación.
- ¿Qué es mejor para el enfermo? ¿Saber o no saber? En su libro habla de una paciente joven que negó su enfermedad hasta el segundo en que murió.
- Cuando alguien está a punto de morir o recibe un diagnóstico terrible, trata de emplear las mismas estrategias que le han funcionado en la vida. Algunos intentan tener todo bajo control, hacen listas, preparativos, papeleo... Otros se preocupan muchísimo, no pueden quitárselo de la cabeza, se obsesionan, tienen ansiedad. Y los hay que usan la negación. Como no creen que sea verdad, no sienten la emoción negativa. Lo increíble es que les funciona.
- A mí me encantaría. Yo soy más del segundo equipo.
- Igual que yo. Quizá haría alguna lista, pero soy más de preocuparme. El problema con los que optan por la negación es que la inmensa mayoría no puede mantenerla hasta el final, como sí fue el caso de la mujer de la que habla. En algún momento la negación se resquebraja, se rompen y les entra el pánico porque apenas disponen ya de tiempo. Lo que hacemos con la gente que no quiere aceptarlo es ir soltándoles alguna pildorita de vez en cuando porque siempre será mejor para ellos. La mujer del libro mantuvo la postura hasta el último segundo, pero tengo que decir que fue durísimo para la familia.
- ¿Y qué pasa cuando alguien le dice que prefiere no saber?
- Algunos me dicen que si son malas noticias se lo diga a sus esposas, por ejemplo. Lo mejor es que sepan lo suficiente para tomar decisiones conmigo sobre su cuidado. A estos pacientes prometo no bombardearles con detalles terribles que los van a debilitar aún más.
- ¿Eso ocurre?
- Desde luego. A los estudiantes siempre les digo que no se concentren en ellos mismos, lo que saben de la enfermedad o del tratamiento, sino en el paciente. En lo que necesitan saber. Si prestas atención, el paciente te lo transmite. Tenemos una boca y dos orejas, deberíamos escuchar el doble de lo que hablamos. Preguntas y te callas, dejas que hable el paciente, los familiares. Te das cuenta de quién es el que contesta, incluso si al paciente le gusta o le irrita que determinado familiar lleve la voz cantante, de modo que quizá la próxima vez no le incluyes en la conversación.
- ¿Cree que nos hemos pasado con los eufemismos? ¿Debemos volver a llamar a la muerte por su nombre?
- Sin duda. Si no usamos las palabras correctas, hay gente que no sabe ni de lo que estamos hablando. Cuando en un hospital decimos “lo siento, hemos perdido a su padre”, algunos no lo entienden y nos preguntan si lo estamos buscando. Nunca he encontrado a gente que se ofenda por llamar a las cosas por su nombre.
- ¿Cree que ver el cadáver ayuda a elaborar el duelo?
- Sí lo creo. Es incómodo para la gente porque los muertos tienen el aspecto de eso precisamente, de muertos. Es que lo están. Y si nunca has visto a nadie muerto, te impresiona. Están fríos, pálidos, se parecen a alguien a quien querías. A la gente lo que le da miedo es quedarse con esa última imagen. Está claro que la recordaremos, pero también todas las anteriores, y con el tiempo se integrará en el resto del álbum de memorias.
- Quizá no se deba hacer con niños pequeños.
- Lo cierto es que a los niños no les impresiona tanto ver a una persona muerta porque no entienden bien qué esta pasando. Tienen más curiosidad que miedo. Creo que les ayuda ver que la abuela ya no está aquí y que no está dormida, sobre todo antes de enterrarla o incinerarla. También les sirve para entender por qué los adultos van a estar tristes por un tiempo.
- ¿Cuáles suelen ser las últimas palabras?
- La gente quiere dar las gracias, ser perdonada u ofrecer su perdón. Hacer las paces con el pasado. A veces es muy difícil y hasta que no logran cerrar ciertas cosas somatizan las emociones y hay dolores que no cesan con ningún tratamiento. De todas formas, lo que más dicen es “te quiero”. Me di cuenta de la importancia de estas últimas palabras cuando se cayeron las Torres Gemelas y muchos llamaron a casa para dejar mensajes plagados de frases como “no olvides que te quiero”. Me pareció impactante porque es algo que yo veo a diario, pero en gente que muere en la cama, no de forma traumática. Es alucinante que en medio del terror que debieron de vivir lo más importante fuera llamar a casa. Una vez más, queda demostrado que lo único importa de verdad es el amor y la compasión.
- ¿Qué aconsejaría a alguien que quiera ayudar a morir a un ser querido?
- Ya sabemos lo que esperar: menos energía, más sueño, pérdida de conciencia paulatina... Así que podemos planear los últimos momentos, las visitas, las comidas especiales del final. Y simplemente estar ahí, en la habitación, sin interrumpir todo el rato a la persona. Si está en el hospital tener periódicos a mano, o revistas, llevar costura... Crear un espacio adecuado y usarlo como tu salón. Ser valientes para decir lo que tenemos en el corazón. Dar las gracias, pedir perdón, decir que no se preocupen. Cuanto más sepamos todos y menos disimulemos, mejor. Todo será más pacífico.