La Documenta de Kassel: cuando más es menos
La cita artística, que este año cumple su decimecuarta edición, sufre agotamiento. Ni siquiera los cambios introducidos por el nuevo comisario, el polaco Adam Szymczyk, que puso el acentro en la situación griega, han salvado del tedio al encuentro.
La cita artística, que este año cumple su decimecuarta edición, sufre agotamiento. Ni siquiera los cambios introducidos por el nuevo comisario, el polaco Adam Szymczyk, que puso el acentro en la situación griega, han salvado del tedio al encuentro.
Cada cinco años, los aficionados y profesionales del arte contemporáneo peregrinan a Kassel con la expectativa de descubrir un nuevo Santo Grial, cuyas Tablas de la Ley dicten los mandamientos estéticos y discursivos a seguir durante el próximo lustro. La Documenta posee una mitología inmarchitable, que crece con cada nueva edición y atrae a hordas de visitantes a una ciudad que, de no ser por ella, nadie conocería. De hecho, ante las colas interminables para entrar a alguna de las sedes, uno se pregunta: “¿De verdad a toda esta gente le apasiona tanto el arte contemporáneo como para viajar miles de kilómetros al evento más exquisito del calendario internacional?” ´”¿Dónde están el resto del tiempo?”
Documenta 14, además, ha pretendido plantear un desafío a su tradicional esquema de organización: duplicar las sedes. Su comisario, el polaco Adam Szymczyk, tuvo la “genial” idea de llevar la maquinaria de reflexión del evento alemán a Grecia, para crear una subsede de envergadura en Atenas. Bajo el título genérico de “Learning from Athens” (“Aprendiendo de Atenas”), Szymczyk pretendía dar un salto mortal casi imposible: transformar la tensión económico-política existente entre ambos países durante los peores momentos del rescate financiero de la UE al país heleno, en una exploración de las muchas deudas filosóficas y morales que el resto del mundo ha contraído con la cultura griega a lo largo de la historia. El planteamiento de Szymczyk no podía ser, en principio, más impecable: cambiar el sentido de la “deuda” contraída durante estos últimos años –es decir, que Grecia dejara de ser deudora y subsidiaria de las políticas voraces del capitalismo global, para convertirse en “abastecedora” de todos aquellos valores positivos que todavía permanecen en la genética de nuestras sociedades.
El fracaso del “relato griego”
Pero Szymczyk fracasó. En primer lugar, la recepción que Documenta 14 ha tenido en Atenas no ha sido precisamente positiva. El propio Varoufakis ha calificado la idea de la sede ateniense como propia de un “turismo de crisis”. Y, durante la celebración del evento alemán en la capital griega, diversas y ácidas pintadas aparecieron distribuidas por la ciudad: “Querida Documenta: rechazo exotizarme para incrementar tu capital cultural”; o “Está muy bien criticar el capitalismo con un presupuesto de 38 millones de euros”. Dicho de otro modo: lo que los griegos no le han perdonado a Szymczyk es que haya empleado una estrategia neocolonial para criticar el neocolonialismo. Blanco y en botella. Cuando el origen de tu discurso es de una ingenuidad y torpeza tales, no ha de resultar sorprendente que el resto del edificio colapse en milésimas de segundo.
Para Szymczyk, la idea más insobornable y “pura” de Atenas debía funcionar como el hilo discursivo que hilvanase todos los “grandes asuntos” abordados en esta edición de Documenta: la democracia, las fronteras, los refugiados, el poder militar, el neocapitalismo deshumanizado, las políticas de género, el pensamiento ecológico... Pero, en rigor, el “relato griego” se revela precisamente como aquello que sobra y que siempre está forzado, como una suerte de estribillo cansino que el compositor introduce justo en el momento en que la canción comienza a enganchar. El “experimento Grecia” ha quedado reducido a una labor arqueológica, consistente en exponer artistas griegos apenas conocidos fuera de sus fronteras; una labor ésta que no dista mucho de la realizada año tras año por ARCO, en lo que supone la más soporífera y exasperante de sus propuestas: la del país invitado. El mayor paradigma de este “sinsentido griego” se expresa en la más emblemática de las sedes de Documenta: el Fridericianum. Allí se expone parte de la colección del Museo Nacional de arte Contemporáneo de Grecia (EMST), en lo que constituye uno de los principales caos expositivos jamás presenciados en un evento de esta índole. Sin más pretensión que exponer una colección permanente, las obras mueren en un espacio que abrasa su original contexto cronológico, entregando al espectador un circuito en donde no se sabe si lo que prima es una breve y desorganizada historia del arte griego contemporáneo o una serie de “ideas-matriz”, de cuya repetición habría de emerger algún patrón oculto. Lo extraordinario del asunto es que lo poco bueno que se puede extraer del Fridericianum no es precisamente griego: son las obras de Emily Jacir (“Memorial to 418 Palestinian Villages Which Were Destroyed, Depopulated, and Ocupied by Israel in 1948”), y Andrea Bowers (“No olvidado”). Por cuanto el desconcierto inicial crece descontroladamente, habida cuenta de que se llega a la trágica conclusión de que aquello que hay que aprender de Atenas es la colección de su Museo Nacional de Arte Contemporáneo. Gracias, Adam Szymczyk, por ahorrarnos el viaje a Grecia.
Políticamente correcto
Ya se ha comentado que en Documenta 14 se habla de todo aquello que se debe hablar: democracia, fronteras, refugiados, guerras, capitalismo, ecología, género... Nada falta porque, entre otras cosas, son todos éstos asuntos que la práctica artística contemporánea no debiera olvidar ni por un solo segundo. El problema estriba en que no se trata únicamente de identificar los problemas –ya se encuentran sobradamente diagnosticados, de manera que el hecho de enumerarlos no entraña mérito alguno-, sino de cómo son tratados. Y es aquí cuando, nuevamente, Documenta 14 vuelve a patinar aparatosamente. El “efecto atlas” prima sobre la coherencia discursiva. Uno de los “modus operandi” más desquiciantes del comisario prototípico actual es pretender legitimar su labor por medio del descubrimiento de artistas marginales, pertenecientes a nacionalidades estratégicamente distribuidas por el “mapa de olvidados” del arte occidental. El propósito, a priori, es loable, porque si de algo peca el panorama artístico actual es de una endogamia recalcitrante que visibiliza a los mismos de siempre. Pero, a la hora de construir un discurso sólido, este “efecto atlas” no puede constituir el principal factor de decisión; entre otras razones, porque al final se termina por caer en la trampa de lo exótico, que es justamente de lo que se pretende huir. En Documenta 14, la corrección política del “artista marginal” cortocircuita la posibilidad de planteamientos más vigorosos y nítidos. Lo desconocido no es siempre sinónimo de “bueno” o de “oportuno”, como se demuestra en el hecho de que la cuota de pintura expuesta es decididamente penosa, de una calidad ínfima; lo cual sorprende en un momento en el que si hubiera que destacar un lenguaje especialmente innovador y sorprendente, éste no sería otro que el pictórico.
Des-comisariar el arte contemporáneo
No todo es negativo en Documenta 14. Entre casi 200 artistas expuestos, hay al menos un 5 % que aparecen representados con obras excelentes, que justifican una convocatoria de este tipo: “Breast Cancer Ballet B”, de Annie Sprinkle; las pinturas realizadas con los pies de la transgénero Lorenza Büttner; la instalación “Rose Valland Institute”, de Maria Eichorn, sobre los libros confiscados a los judíos por los nazis; el proyecto de economía alternativa “Carved to Flow”, del nigeriano Otobong Nkanga; las pinturas de la albanesa Edi Hila; la impresionante instalación de vídeo “Realism”, de Artur Zmijewski, en la que se muestra en el entrenamiento de un atleta con discapacidad física; los instrumentos musicales de Guillermo Galindo, realizados con materiales de desecho encontrados en la frontera entre México y EE.UU; o el vídeo “La sombra”, de Regina José Galindo, en el que la artista corre interminablemente delante de un tanque cuyo cañón no deja de apuntarle. Se trata, en todos los casos, de obras que funcionarían con independencia del contexto en el que se exhibieran, y que llevan a preguntarse si realmente el mundo del arte no necesita “des-comisariarse” y tender hacia un sistema de autogestión de los propios artistas, en el que el “ruido curatorial” interfiera menos en la visión de las obras.
De hecho, salvo en los casos de la Neue Neue Galerie y del Pallais Bellvue, ninguna de las sedes de Documenta 14 transparente una coherencia discursiva que justifique las selecciones de trabajos que albergan. De hecho, en múltiples ocasiones –como se observa en la Neue Galerie o en la Documenta Halle con especial claridad-, los criterios escogidos para reunir los diferentes trabajos parecen responder más a cuestiones estéticas, de escala o de isomorfismo que a conexiones discursivas. Y, claro está, en una propuesta tan supuestamente hiperdiscursiva y poco sensual como la que fundamenta todo el despliegue de Documenta 14, este tipo de fracturas narrativas entre las piezas termina por arruinar un proyecto que deriva más en el cambalache que en la “exposición-tesis”.
Destacado: La escasa presencia del arte español
Una vez más se repite la escasa presencia del arte español en un gran evento artístico internacional. Con la salvedad de Paul B. Preciado –incorporado al equipo comisarial-, de Daniel G. Andújar y del proyecto diseñado por Pedro G. Romero junto al bailaor Israel Galván y El Niño de Elche, la realidad española pesa muy poco en los grandes lugares de decisión del arte contemporáneo. No en vano, valga este hecho anecdótico como prueba de lo afirmado: junto al Fridericianum, una lona con el lema “Nosotros somos la gente” se puede leer en numerosos idiomas –inglés, alemán, francés, ruso, polaco, árabe, griego...-, pero no en español. En España, no somos gente todavía.