La emoción erótica, de luto
Hubo una época en la que en España sólo había dos televisiones: la 1 y la 2. Medio país veía la primera y medio la segunda –bueno, las proporciones no eran tan iguales–. La inmensa mayoría iba al cine a ver películas en color, de acción y, por supuesto, dobladas al español. La inmensa minoría iba al cine a ver películas en blanco y negro, de reflexión y, por supuesto, en versión original. Los primeros se equipaban de un cubo de palomitas, los segundos, de la crítica subrayada de su gurú favorito. En aquella España, la inmensa mayoría seguía prefiriendo, como hoy, el llamado cine de Hollywood, y una inmensa minoría, como hoy, el de «arte y ensayo», con el que Bergman, Losey, Resnais, Fassbinder, Fellini y Allen entraron en nuestras vidas –por no decir en nuestras venas–. Los amantes de La 1, encantados con «Un, dos, tres», su programa estrella, nunca nos envidiaron por ver «La clave», el nuestro, ni por identificarnos con aquel cine que pretendía hacernos unos perfectos intelectuales a la violeta..., pero algo debió de moverse en sus rectas conciencias cuando un día se enteraron de que nuestro Fellini nos había invitado a disfrutar de «La Dolce vita». Aquella escena en la que una rubia impresionante de nombre entonces impronunciable se bañaba descaradamente en la Fontana de Trevi gritándole seductoramente a Mastroianni, aquel inolvidable: «Marcello, come here...», debió de ser irrestible para sus sentidos. Creo que desde el guante de Rita Hayworth en «Gilda» o la ropa interior en la nevera de Marilyn en «La tentación vive arriba» no estábamos ante una emoción erótica de tantos grados. Una sueca de dos metros –la exageración es por puro placer– pidiéndole encarecidamente a un discreto señorito italiano que se metiese con ella en la cama, perdón, en la fuente, sin necesidad de intercambiar primero sus anillos en algún altar debió de producir estragos en las dos Españas como lo hizo también en las dos Italias. Ésa escena, hasta la convulsión con mantequilla de «El último tango en París», fue la más irresistible invitación a ir al cine de «los otros» de toda nuestra historia. Por eso cuando la muerte de la espectacular Anita Ekberg nos ha sorprendido en los telediarios, un minuto de silencio casi tan inmenso como si fuese de nuestra familia nos ha dejado paralizados, la tristeza de la noticia se ha mezclado con el placer infinito de sus recuerdos y con el regusto amargo de las despedidas de los pocos momentos felices que nos ha regalado este valle de lágrimas. Aquella escena que la primera vez se nos escurrió como un deseo prohibido volvió varias veces a nuestra vida hasta hacerse un capítulo de nuestra cultura general. Anita, alta, rubia, liberal, exuberante, coqueta, emancipada, era esa sueca, esa Europa del Norte que los pobres señoritos del sur siempre soñamos seducir. En el fondo de aquella época en blanco y negro todos nos mirábamos al espejo diciéndonos: ¿no me parezco un poco a Marcello Mastroianni?