La expedición que convirtió a los ingleses en caníbales
Fueron en busca del Paso del Noroeste y el Ártico se convirtió en una trampa mortal en la que terminaron congelados, envenenados y devorándose unos a otros. Es la historia que rescata la serie «The Terror»
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Fueron en busca del Paso del Noroeste y el Ártico se convirtió en una trampa mortal en la que terminaron congelados, envenenados y devorándose unos a otros. Es la historia que rescata la serie «The Terror».
Pese a la fama, Sir John Franklin (1786-1847) no parecía tener el currículum más fiable al que confiar una empresa que llevaba siglos resistiéndose a la Marina Real Británica: dar con el Paso del Noroeste –la ruta marítima que pretendía bordear Norteamérica atravesando el océano Ártico para conectar el estrecho de Davis con el de Bering–. Le urgía al Almirantazgo inglés abrir una ruta alternativa para comerciar con Asia que no fuera hacia el este de Europa o rodeando África y América por el sur, pues la opción del Canal de Panamá todavía tendría que esperar siete décadas hasta convertirse en una realidad marítima entre Atlántico y Pacífico.
Era 1845 y, tras las negativas de William Parry y John Ross a liderar una expedición que por fin resolviera la ecuación, salió el nombre de Franklin, contraalmirante y buen conocedor de las tierras del norte de América. En 1819 ya había liderado a un grupo de veinte personas de la bahía Hudson al río Coppermine, donde llegó como pudo con los ocho hombres que sobrevivieron gracias a engullir el cuero de sus propias botas; más adelante, en 1825, lograría terminar con más éxito una nueva expedición al oeste para testar el mar de Beaufort, aunque sin alcanzar los objetivos al completo. Así, Jorge IV lo nombraría caballero antes de cambiar de aires en 1836 e irse a Tasmania como gobernador. Lugar en el que aguantaría hasta 1843, cuando fue cesado por su mala gestión...
Sin un pasado demasiado boyante, pero con la Batalla de Trafalgar en su haber, Franklin –cercano a cumplir los 60– se presentó ante la oportunidad que, más allá de libros sobre el Ártico británico (Canadá pertenecía a estos) y la Royal Navy, le iba a poner en la Historia. Y así fue, aunque no como le hubiera gustado, ni a él ni al Almirantazgo inglés ni a su mujer. Porque si hoy su nombre es conocido en todo el mundo es por el final desastroso de una expedición que partía del puerto de Greenhithe (en la desembocadura del Támesis) el 19 de mayo de 1845. Pero entonces todo eso era futuro.
Es el relato que ahora rescata AMC con la producción de Ridley Scott «The Terror». Nombre que la serie –se estrena este martes– toma del libro que Dan Simmons escribió en 2007 inspirado por la historia de sir John y de sus dos barcos: «HMS Erebus» y «HMS Terror», el cual se convertiría en el mejor de los acercamientos a lo vivido en una trama que añade una presencia misteriosa y monstruosa para darle mayor empaque en la ficción: «Muestra todo lo que puede ir mal cuando un grupo de hombres, desesperados por sobrevivir, se enfrentan no solo a los elementos, sino a ellos mismos», presenta el canal.
110 hombres y 24 oficiales experimentados zarpaban junto a 24 toneladas de carne, 35 de harina, 2 de tabaco, 20.000 litros de sopa, 8.000 de licor y más de un millar de libros para matar el aburrimiento. Todo ello con la novedad de las latas de conserva como uno de los adelantos tecnológicos del momento. Las naves, las mejores posibles, con máquinas de vapor y velas, con un casco reforzado con una segunda capa de tablones para resistir la fuerza del hielo y romperlo, vigas de 25 centímetros para el interior, la cubierta apuntalada con planchas de hierro, acero para la proa... Todo lo que hiciera falta para engrandecer unos buques que ya habían superado guerras y misiones extremas en el Ártico y en el Mediterráneo.
Con unos mapas que luego demostraron no ser muy fiables, la caravana viajó hasta Aberdeen y las Islas Orcadas (Escocia) para abastecerse y de ahí a Groenlandia, donde encontrar Disko Island se convirtió en la primera odisea. Fueron las paradas técnicas antes de meterse en faena y el punto en el que cinco tripulantes volvieron a casa en los barcos de apoyo. El resto sí puso rumbo al desconocido Paso del Noroeste para cruzarse con Dannett, el capitán del ballenero «Príncipe de Gales», el último que dice haber visto al grupo amarrado a un iceberg en el estrecho de Lancaster. Se agotaba julio y ya no había marcha atrás. Por delante les esperaba una maraña de hielo y frío de la que nunca iban a volver.
En paradero desconocido
Pasaron el invierno en la isla de Beechey, pero no sería hasta septiembre de 1846 cuando quedasen atrapados. Ya no volverían a navegar más allá del estrecho Victoria. Allí, según describía una nota que se encontró pasados los años, el capitán de la expedición iba a morir el 11 de junio de 1847. Por lo que, desconociendo la ubicación exacta de su tumba, la Abadía de Westminister le recuerda hoy desde la distancia: «Not here, the White North has thy bones» («No aquí, el Norte Blanco tiene tus huesos»). No fue el único.
El resto esperó a que el hielo los liberara, pero eso no ocurrió. Caía uno, otro, otro y otro y la única opción de sobrevivir pasaba por abandonar los barcos. Lo terminarían haciendo en abril del 48 con los inuit como testigos impotentes. Serían ellos los que recordarían años después a un grupo de unos 40 hombres que vieron caminando al noroeste de la bahía Pelly. Los ya pocos supervivientes intentaron escapar del infierno sin saber muy bien a dónde ir. Quedarse era seguir la misma suerte de unos compañeros que no superaron las múltiples enfermedades a las que se enfrentaron: tuberculosis, disentería, escorbuto, neumonía... y el envenenamiento por las soldaduras de plomo de aquellas novedosas latas de conserva. Además del hambre, los 40º bajo cero –contra los que cualquier lucha era inútil sin carbón– y del canibalismo, que se convirtió en una obligación para no perecer. Los cadáveres –los enterrados quedaron momificados, entre los que no estaba Franklin– que se esparcían alrededor del «Erebus» y el «Terror» daban muestra de ello. Estaban mutilados: cráneos abiertos y cerebros devorados, cuerpos sin vísceras ni carne y huesos vilipendiados. «Parecía que la locura se hubiera apoderado de ellos», recogen los testimonios.
Pasaron los meses sin noticias y la impaciencia en la esposa de Franklin creció a sabiendas de que las provisiones de la tripulación eran para tres años. Instó al Almirantazgo a enviar un grupo de búsqueda y, a su vez, inspiró baladas como «Lady Franklin’s Lament», que ensalza su lucha. Pero no fue hasta pasado el límite que marcaban los suministros cuando se comenzaron unas labores premiadas con 20.000 libras a quien diera con la expedición. Botín suficiente, unido al nombre del líder, para que en poco tiempo se desplegasen más de una decena de barcos británicos y estadounidenses por el Ártico. Hasta 37 marchas se formaron para dar con unos hombres que ya eran historia. Así se confirmaría diez años después de su partida: todos habían muerto.