La experiencia de meterse dentro de un cuadro
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La tecnología se ha propuesto dejar este mundo como un decorado espacial de Stanley Kubrick: sin objetos. Primero ha barrido lo elepés, después los cedés, más adelante los DVD y ahora va a por las obras de arte. La tecnología es como el Sarlacc, aquella criatura que aparecía en «El retorno del Jedi»: quiere deglutir en una digestión de mil años el mundo material. Con la exposición «Intangibles», que hoy presenta Telefónica, se demuestra que su ambición no tiene horizontes. No solo se encara con las obras de arte, sino que, como un moderno súcubo, quiere poseerlo, adentrarse en sus venas, metamorfearse en él, imitarlo, sustituirlo. Es casi una mímesis de ese alienígena que John Carpenter retrató en ese «superhit» del cine de terror adolescente que era «La cosa», pero con teclado y algo más simpático. La tecnología ahora pretende conocer cuáles son sus límites, que es como si el infinito se preguntara por dónde queda el final de su extensión. La muestra, que a partir de mañana podrá visitarse, intenta traspasar esa barrera que suele separar a los visitantes de las obras de arte que contempla y que pintura o la escultura o el dibujo de turno interactúen, no sean un mundo unido solo por el hilo de la visión, que siempre ha sido una cuerda endeble, de fácil quebradura, que depende algo tan frágil como la atención, que, como todos los que han sido estudiantes saben, es algo muy volátil (sobre todo en matemáticas). Aquí se ha cogido la obra de Joaquín Torres García, Roberto Matta, Juan Gris, René Magritte, Paul Delvaux, Eduardo Chillida, María Blanchard y Antoni Tàpies, que son gente que han abierto siempre su camino de manera independiente, a su aire. Bajo la tecnología VR, la fotogrametría o el «videomapping» se las ha querido abordar desde otro punto de vista. Literalmente se desea que el visitante se meta en ellas, interactúe con su supuesta materialidad digital, lo que es una bonita paradoja. Una intención que tendrá su vertiente pedagógica, por supuesto, como internarse en el laberinto del conocimiento, en los secretos y misterios que envuelven las obras de arte, pero bien, como un avezado estudiante y no en plan Dan Brown, como si cada lienzo fuera una alambicada conjura. Aquí la cuestión que ya se plantea es ese posible futuro de comenzar a hacer exposiciones prescindiendo de préstamos, pasando de las millonadas de los seguros y el tema de los traslados de los diversos tesoros museísticos. El visitante digital de las siguientes generaciones puede que ya no valore la originalidad, la obra principal, sino la posibilidad de, literalmente, zambullirse dentro de ella. Igual que si se tratara de una piscina de David Hockney.