cultura
La infancia de los Franco
El cine, el remo, el juego del escondite, Ramón y Francisco solían jugar en el entorno y las calles del Ferrol, y entre sus entretenimientos favoritos estaba la peonza y las canicas
Francisco Franco Bahamonde, futuro jefe del Estado español, y su hermano menor Ramón, héroe del Plus Ultra, disfrutaban los días festivos en su Ferrol natal dando largos paseos con su padre Nicolás y su hermana Pilar en dirección a Caranza, el Couto, Cadaval, bosque de los Corrales, pinar de San Juan, e incluso hacia San Pedro de Leixa, Neda y otros pueblos más alejados de la ría.
Nicolás padre aprovechaba aquellas excursiones para acercar la naturaleza a sus hijos, haciéndoles fijarse en sus elementos. Luego, hacían un alto en el camino para dar buena cuenta de sus viandas y descansar un rato. Con frecuencia subían también a Chamorro, situado sobre la ladera del pico Douro, donde había una ermita en la que se rendía culto a la Virgen de Chamorro. Se llegaba hasta ella atravesando una senda de montañas que algunos subían incluso de rodillas para ofrecer sus votos a la Virgen. Pilar Bahamonde era una de ellas: ascendía descalza por la cuesta empedrada, haciéndose sangre en los pies.
Años después, cuando la vida de su hijo Francisco, Paquito, corrió grave peligro en la guerra de Marruecos, su madre recurrió con milagroso fruto a la intercesión de la Señora. «Los moros decían de él que tenía baraka», recordaba su hermana Pilar. Y acto seguido, aclaraba: «Yo me atrevería a decir que quizá fue más importante la Virgen del Chamorro que la superstición de los moros».
El padre de Ramón contaba una curiosa anécdota de las vacaciones de sus hijos en una entrevista del diario ABC en 1926: «En verano, los niños solían ir con su madre a bañarse a la playa de La Graña. Al regreso de una de estas excursiones se levantó una enorme marejada. La madre se apuró mucho porque la lancha amenazaba con zozobrar en cualquier momento y los niños dieron prueba de gran serenidad y arribaron sanos, aunque empapados». Francisco y Ramón se iniciaron en la pesca con amigos del colegio; solían emplear cañas y anzuelos de fabricación casera. Su hermana Pilar a veces les acompañaba: «Alquilábamos –recordaba– un bote de remo y nos íbamos con alguna de nuestras muchachas de servicio. Nos marchábamos hasta la Graña, y cuando pescábamos algo volvíamos a casa como locos. Por cierto que esto no pasaba con mucha frecuencia y no por falta de peces, que entonces aún los había». En aquel tiempo, los pescadores profesionales no faenaban en barcos, sino en traineras de doce y catorce remos. En Ferrol abundaba el marisco, sobre todo las ostras, que se vendían por dos reales la docena; también había muchas sardinas, cangrejos, pulpos y calamares.
El escondite
Francisco y Ramón solían jugar con sus compañeros de colegio –los hermanos Alvariño, los Meirás y los Barbeito Herrera– en la cuesta de Mella, en el monte de San Roque, así como en los muelles de Curuxeiras (el barrio pescador por excelencia), de San Fernando, Fuente Longa y Arboleda del Campo de Batallones. Otras veces se divertían en la plaza del marqués de Amboage, más cerca de su casa, y en el Paseo de Herrera, frente a la residencia de sus abuelos y primos. Los juegos en las calles empedradas, con grandes losas de granito, solían ser dos: el escondite, incluyendo los portales, y las lombas. También disfrutaban con el guá y el chau, empleando canicas de cristal o mármol. Pero el rey de los juegos era el peón, llamado también trompo o peonza. Entre los niños se codiciaban, como verdaderas joyas, los peones de boj, de júcaro y de guayacán.
Francisco y Ramón iban con su familia a la verbena de Amboage, donde acudían los ferrolanos. Participaban también en las batallas de flores celebradas en la alameda de Suanzes o en el Campo de Batallones. Algunas tardes acudían al cine en el maravilloso teatro Jofre, decorado en marfil y oro en sus cinco alturas; o disfrutaban de una inolvidable sesión de payasos y funámbulos en los circos Feijoo y Krone. Los hermanos jugaban también en casa, corriendo incluso a veces más peligro que si lo hacían afuera. Como en cierta ocasión en que, subidos a un armario, Paquito recibió un empujón de Ramón y cayó de bruces al suelo. El chiquillo quedó allí tendido, semiinconsciente. Pilar y Ramón se asustaron pensando que se había matado. Sus padres habían salido a pasear. Corrieron a la cocina a por una jarra de agua fría y la desparramaron sobre el rostro de su hermano. De pronto, Francisco abrió los ojos y dijo: «No estoy muerto; ¡pero qué burros sois!».
EL MORDISCO
Ramón no se llevaba bien con Paquito, a quien consideraba un poco estirado y criticaba por comportarse siempre como el niño bueno de la familia. Ambos se disputaban el cariño de doña Pilar: Ramón, por ser el benjamín de la casa; Paquito, por el rechazo a su despótico e infiel padre, a quien inevitablemente comparaba con su piadosa y abnegada madre. A menudo se peleaban, como un día en que Ramón casi le arrancó media oreja de un mordisco. Paquito conservó el resto de su vida una gran cicatriz en la oreja, disimulada sólo por las arrugas cuando se hizo mayor. En Navidad, la familia se reunía junto al belén. Paquito era el artífice de aquella obra de arte en la que no faltaba ni un solo detalle: desde las montañas de cartón, el río y la nieve, hasta el castillo de Herodes y la iluminación del portal con el Niño.