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La libertad era él

La Razón

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La figura, la obra y el magisterio de Francisco Nieva han alumbrado hasta hoy lo mejor del teatro español del último medio siglo. Tras una trayectoria multidisciplinar como pocas, que parte de sus estudios de pintura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, pasa por el postismo bohemio y vanguardista del Madrid de la década del 50; y desemboca brillantemente en París, donde Nieva se casó con una acomodada funcionaria francesa, además de convertirse al surrealismo a la sombra de lo que quedaba de Bretón, para desterrarse brillantemente en Venecia, destacando ya como escenógrafo de ópera en los principales escenarios del bel canto europeo. Fueron especialmente celebradas sus escenografías para los espectáculos del director de escena alemán Klaus Michael Grüber.
A comienzos de la década de los 70 retornó a su tierra, dispuesto a afrontar otro de sus grandes retos, convertirse en dramaturgo, y dirigir sus obras, controlando el producto final desde casi todas las perspectivas del espectáculo, buscando la obra de arte total como lo hiciera un siglo antes Richard Wagner.
«El Combate de Ópalos y Tasia», «La carroza de plomo candente», «La Señora Tártara», o «Coronada y el toro» fueron las excelentes cartas de presentación de una dramaturgia personalísima que impactó por su libertad creativa y por su potencia iconográfica en la apacible y rutinaria escena madrileña del tardofranquismo. Lo clasificaron «Teatro furioso», «Reóperas pánicas», «Teatro de farsa y calamidad»...; aunque sus puestas en escena resultaban tan personales como intransferibles. Nieva, que acababa de llegar de su voluntario exilio dorado por Europa, impactó tanto en la escena española, como en el enflaquecido gremio dramatúrgico. Su teatro era el resultado de la más pura vanguardia que se respiraba a nivel internacional por aquellos convulsos años, amamantándose a la par en algo tan español como el barroquismo o nutriendo a sus sofisticados y exóticos personajes de una sabia profundamente ibérica, que hundía sus raíces tanto en lo gótico, como en lo musulmán, en lo flamenco (de Flandes) o en lo poco de francés o italiano que pudiera haber quedado en la conciencia y el alma española.
Si Francisco Nieva encarnó a uno de los artistas españoles más cosmopolitas, sus textos dramáticos y literarios, sus figurines, sus decorados... fueron y serán artefactos artísticos de una potencia escénica equivalente a los de Tadeusz Kantor, Luca Ronconi, Giorgio Strehler o a los espectáculos de mejor factura de la Comedie Française. La personalidad plástica de las obras y los decorados de Nieva entroncan -desde una perspectiva vanguardista- con los de Solana o los de Goya.
En cuanto a sus aportaciones dramáticas, Nieva ha sido capaz de dar voz, además de a aristócratas castizos o señoritos decadentes, a los pícaros, a los delincuentes, a los demonios y a los monstruos contemporáneos, a seres de dudosa moral pero con flujo de libertad en sus venas. El erotismo y la fuerza de la pasión se han convertido a través de ellos en fuerzas tan salvajes y poderosas en su teatro como el honor o el destino lo fueron para otras dramaturgias. Nieva ha ensanchado con su «joi de vivre», su independencia política, su sentido crítico, su vasta cultura y su elegancia vital los modelos del teatro español contemporáneo. El académico manchego no sólo puede ser considerado un escritor de la talla de Italo Calvino, Roland Barthes, Arrabal o Yukio Mishima, creadores brillantes e inclasificables que supieron no sólo vivir la vida como un arte, sino practicarla con una libertad que inyectaron en su obra y en sus personajes, que resulta ejemplar y todo un modelo para las nuevas generaciones.
Tras la noticia de su deceso, se me ha venido a la cabeza espontáneamente una anécdota que Nieva contaba con suma fruición, y que le había sucedido en uno de los altos salones que frecuentaba durante su acomodada vida en París. Parece ser que después de ser presentado a la Princesa de Polignac y de intercambiar con ella unas palabras, la implacable señora sentenció, a media voz, a una de sus amigas: «Este Francisco Nieva es un muchacho muy bien educado y demasiado agradable. Nunca llegará a ser nada». Y es que Francisco Nieva además de un gran escritor y un gran artista, era -como todos los grandes- humilde y buena persona, por eso su final resulta una pérdida doble para el teatro y la cultura española.