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La maldición de la "peste sanguínea"

La hemofilia se propagó entre las dinastías reales de Europa como una plaga.
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La hemofilia se propagó entre las dinastías reales de Europa como una plaga.
Fue la reina Victoria de Inglaterra el origen más claro de la fulgurante propagación de la hemofilia en las dinastías reales europeas. Nacida en 1819, Victoria era la hija única de la princesa de Sajonia-Coburgo, llamada como ella, y de Eduardo, duque de Kent, fallecido cuando su pequeña apenas tenía un año y a quien la profesora Araceli Rubio, autora de un excelente estudio sobre esta enfermedad en la historia de la realeza, señala como posible responsable del drama familiar. Con dieciocho años, Victoria sucedió a su tío Guillermo IV en el trono de Inglaterra; tres años después, contrajo matrimonio con su primo Alberto, hijo del duque de Sajonia-Coburgo-Gotha.
Algunos se opusieron desde el principio al enlace por considerar que el novio seguía la tradición de su tía la duquesa y de su tío Leopoldo, desposados, según aquéllos, por puro interés con personas situadas en un nivel jerárquico muy superior al suyo.
La regia pareja tuvo nueve hijos, de los cuales al menos dos, Alicia y Beatriz, madre de la futura reina de España, Victoria Eugenia, portaban el gen maldito. El varón más pequeño, penúltimo de los nueve hermanos, era Leopoldo, duque de Albany, el mismo que vino al mundo con ayuda de un anestésico para su madre. Leo, como le motejaban en familia, era tío abuelo del también hemofílico Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito de Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Todo quedaba así en familia. En 1875 la prestigiosa revista «The British Medical Journal» publicaba algunos episodios hemorrágicos del pobre príncipe Leopoldo.
Cardenales en las rodillas
Casi desde que empezó a gatear, al pequeño Leo se le formaron cardenales en codos, rodillas y antebrazos; se lastimaba al menor rasguño y muy pronto, cuando ya supo andar, una de sus rodillas resultó afectada para siempre, mientras ambas piernas solían estar salpicadas de manchas violáceas. Su orina aparecía a menudo mezclada con sangre y la dentición fue para él un insufrible Gólgota de lloros y alaridos. Nadie en su familia tuvo la menor duda de que el chaval era hemofílico. Examinado por varios médicos, el dictamen fue unánime: aquel organismo en desarrollo carecía del factor vital de la coagulación, convirtiéndose en una gran presa de sangre que amenazaba con desbordarse a la menor herida. Sus padres, Victoria y Alberto, fueron advertidos de inmediato por los médicos: su hijo no era un ser normal. Cualquier esfuerzo, por mínimo que fuera, podía desencadenar una hemorragia interna y provocar la muerte lenta, agónica. La reina Victoria se acostumbró a vivir así con la espada de Damocles suspendida sobre el gaznate de su pequeño Leo, consciente de que podía fallecer joven, como la inmensa mayoría de los hemofílicos de entonces. «El hijo de la angustia», como le llamaba su madre, andaba torpemente, cubierto siempre de cardenales. Pero aquel chiquillo de mente lúcida e imaginativa pugnaba en su interior contra la inactividad que los médicos le prescribían para evitar males mayores.
Pero Leopoldo hacía de su capa un sayo, saliendo de paseo cuando los médicos le pedían reposo; o brincando y corriendo cuando todos le advertían que podía caerse y lastimarse gravemente.
Lepoldo siguió adelante con sus planes y contrajo matrimonio con Helena de Waldeck, en 1882. La pareja tuvo primero una hija, Alicia, princesa de Teck, portadora de la hemofilia. Dos años después, nació un varón al que su padre no llegó a conocer, pues poco antes había fallecido en Cannes a consecuencia de un derrame cerebral tras una caída fortuita. Nacido treinta y un años atrás, la Corte británica ocultó al mundo que Leopoldo sufría hematomas y hemorragias intestinales, rodeado siempre de médicos y apartado semanas enteras en balnearios.
Las hermanas de su infausto abuelo paterno Leopoldo portaban también el gen destructor que arruinó las ilusiones y esperanzas de tantos miembros de las casas reales europeas. La mayor de ellas, Alicia, contrajo matrimonio con Luis IV, gran duque de Hesse, con quien tuvo siete hijos, uno de los cuales, Federico, era hemofílico. El pobre Frittie, apodado así en familia, se apagó como una vela el mismo día en que tuvo la mala fortuna de precipitarse a la calle por la ventana del dormitorio de su madre con tan sólo tres años.
Y de tal palo, tal astilla. Sabemos así ya cómo irrumpió con sigilo esta amenaza real, nunca mejor dicho, en la Casa Real española...
La «mosca de Hesse»
Alix, hermana de Alicia, se convirtió en zarina de Rusia nada menos, tras desposarse con Nicolás II en la capilla del Palacio de Invierno de San Petersburgo, en 1894. Aquel mismo día abrazó la fe ortodoxa, pasando a llamarse Alejandra Fiodorovna, sin necesidad de abjurar del luteranismo. A diferencia de lo que haría luego su prima Victoria Eugenia al contraer matrimonio con Alfonso XIII, quien sí le impuso que renegase de su fe protestante ante todo el mundo.
Casi en cuanto la conoció, el zarevitch Nicolás se quedó prendado de la atractiva Alix. En su diario, Nicolás aseguraba que su sueño dorado era «casarme algún día con Alix H [Hesse]. La amo desde hace mucho, pero de forma más irresistible desde 1889». Su amor fue al final más fuerte que la férrea oposición de su familia al enlace con «la mosca de Hesse», como llamaban despectivamente a su futura esposa.

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