Festival de Venecia
La prisión al aire libre de la señora Rampling
La actriz británica demuestra que está en plena forma en el drama «Hannah», que cerró junto a «Jusqu’à la garde» la competición en la Mostra
La actriz británica demuestra que está en plena forma en el drama «Hannah», que cerró junto a «Jusqu’à la garde» la competición en la Mostra.
Ayer la Mostra veneciana cerraba las puertas de su competición oficial con dos películas –«Jusqu’à la garde», del francés Xavier Legrand, y «Hannah», del italiano Andrea Pallaoro– que salían victoriosas del reto de cocinar temas espinosos sin quemarse los dedos. Por un lado, la violencia doméstica; por el otro, la pederastia. Por un lado, el enfoque frontal, honesto, casi documental; por otro, la perspectiva oblicua, esquinada, elíptica pero igualmente dolorosa.
«Jusqu’à la garde» empieza con una vista sin público, en la que una juez tiene que decidir si le devuelve el régimen de visitas a Antoine, después de que su hijo menor haya declarado que no quiere verle más. Es una secuencia tensa, eficaz, en la que Legrand nos ofrece una visión poliédrica de esa petición de custodia compartida para que entendamos (o no) la decisión del juez. El resto de la película es la explicación de por qué la sentencia que parece más justa no es siempre la más acertada. Antoine tiene todos los rasgos de un maltratador, y la ópera prima de Legrand –que es una secuela de su corto «Avant que de tout perdre», nominado al Oscar en 2014– los hace emerger de manera natural, gradualmente, sin que la desesperación del padre, sus celos, su paranoia, su volubilidad emocional se nos revelen con histéricos tremendismos, como si lo que está por venir fuera la crónica de un abuso anunciado.
La película respira una empática autenticidad, en la que el respeto por el punto de vista, ya sea del maltratador como de sus víctimas, lo es todo. Basta sostener el plano sobre el rostro de Julien, el hijo, durante una comida con sus abuelos para saber que su padre va a explotar en cualquier momento. Basta poner en escena una fiesta de cumpleaños en que, sin que escuchemos ni una línea de diálogo, todos los personajes son conscientes del peligro que acecha en el exterior, para que comprendamos que ese terror inunda un espacio, secuestra la mirada, añade tensión a cada gesto. Legrand demuestra que se puede ser sutil sin apartar los ojos de la peliaguda materia prima que tiene entre manos.
Sin pistas iniciales
Lo que hace Andrea Pallaoro es, precisamente, apartarlos de una forma tan intensa, tan testaruda, que el tema es el ojo del huracán que lo devora todo. Durante una buena parte del metraje no se nos da ni una sola pista de por qué al marido de Hannah (Charlotte Rampling), anciano adusto y venerable, lo encierran en la cárcel. La cámara es la única compañía de esa mujer que sigue con su vida como un zombi seguiría con sus hábitos alimenticios: comiéndose a sí mismo. Sola, siempre sola, se enfrenta a lo cotidiano mecánicamente: cocina, asiste a su taller de teatro, trabaja como niñera y asistenta en una casa lujosa, practica natación, coge el metro y visita a su marido en la cárcel con la eficacia triste, un punto alucinada, de quien sabe que al otro lado solo hay silencio. La pederastia emerge de forma lateral, por una visita inoportuna a la que no se abre la puerta, por las llamadas desatendidas de su hijo, y a partir de ahí el espectador tiene que atar cabos sueltos, entender que la delgada inexpresividad de Rampling es, en realidad, ese agujero negro que ha dejado lo innombrable, una mancha, un error imperdonable.
Pocas actrices podrían haberse enfrentado a Hannah con la autoridad con que lo hace Rampling. Autoridad humilde, porque así es su personaje. Mientras vemos la película nos asalta la idea de que Rampling podría haber sido una excelente Jeanne Dielman si, en 1975, hubiera tenido la edad de Delphine Seyrig. En la película de Chantal Akerman también había una catarsis, y también se nos decía que el ama de casa vive en su particular prisión, la del trabajo sometido al patriarcado. Algo de ese sometimiento –una forma de la confianza ciega– hay en la actitud de Hannah, aunque el gran hallazgo de la notable película de Andrea Pallaoro no es utilizar la pederastia para articular una parábola feminista sino para demostrar que los culpables acaban en la cárcel pero la auténtica prisión es la que espera fuera, el mundo entero, ese que ha encerrado a Hannah en un cementerio y escupe sobre su tumba.
Fatalismo romántico
Fuera de concurso, «La fidèle» demostraba que: a/Mattias Schoenaerts es un actor estupendo; b/Adèle Exarchopoulos es menos de lo que prometía; y c/Hay películas que deberían durar una hora. En efecto, la primera parte del filme no es novedosa pero se ve con agrado. El ladrón de bancos (tuvo una infancia difícil) que conoce a la chica perfecta (tan adicta al peligro como él, porque es piloto de coches de carreras), y que está dispuesto a dejar su vida criminal, a alejarse de las malas influencias de los de su banda (ese nefasto último golpe), para sentar la cabeza: un escenario clásico, vagamente teñido de fatalismo romántico, en el que reconocemos la mano del guionista de Jacques Audiard, Thomas Bidegain. Ahora bien, cuando Michael R. Röskam, al que le debemos haber descubierto a Schoenaerts en «Bullhead», decide dar un giro de 180 grados hacia el melodrama improbable, con gangsters ubicuos, fugas insensatas, una inoportuna fobia a los perros y un cáncer de por medio, la película se lanza por el barranco del ridículo sin temer las consecuencias, que no son otras que el tedio y la risa involuntaria.
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