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Damasco

Las fronteras que marcaron el mundo árabe

La guerra por la independencia que Lawrence alentó entre los árabes es el epicentro de un proceso que desembocaría en unas fronteras que en esencia llegan hasta nuestros días y que, a la luz de los sucesos bélicos recientes, se nos presentan como unas construcciones fallidas

En el centro, Faisal I de Irak y, a su espalda, con uniforme, Lawrence de Arabia
En el centro, Faisal I de Irak y, a su espalda, con uniforme, Lawrence de Arabialarazon

La leyenda de Thomas E. Lawrence se forjó a partir de su papel como enlace del Ejército británico ante el príncipe Faisal, principal dirigente militar de la «revuelta árabe» iniciada en 1916 por su padre Husein, jerife de La Meca. De la mano de ambos y con la ayuda material británica los contingentes árabes llevarían a cabo una asombrosa proeza bélica iniciada con el acoso a las vías de comunicación otomanas entre Damasco y La Meca y que desembocó en la trepidante carrera por entrar en Damasco en octubre 1918 en pie de igualdad con las tropas británicas del general Allenby, poniendo fin a la contienda en el teatro otomano. Durante esta aventura, Lawrence llegó a entablar una estrecha relación con Faisal y una identificación profunda con la causa árabe que alcanzarían un enorme significado político. La revuelta perseguía la creación de un Estado independiente y unitario en los territorios árabes asiáticos bajo dominio otomano, desde Siria hasta Yemen y desde Mesopotamia al Mediterráneo, y en ella se conjugaban dos factores: por un lado, un floreciente nacionalismo árabe de corte liberal que había arraigado en el creciente fértil, donde la presencia turca era intensa pero existía en cambio una sociedad urbana permeable a las influencias externas; por otro, una rivalidad de naturaleza oligárquica entre linajes tradicionales que ya operaban de manera autónoma en la península arábiga.

Premeditada ambigüedad

Así, el jerife Husein lideraba la casa hachemita en el Hejaz, que aspiraba a una supremacía política y religiosa –esta última, mediante la pretensión de asumir el califato– sobre el mundo árabe discutida por el wahabita Ibn Saud, sultán del Nejd. La sublevación se desencadenó una vez obtenido el compromiso británico de apoyar la creación del Estado árabe a través de la «correspondencia Husein-McMahon», un respaldo informal y que trataba con premeditada ambigüedad por parte británica los límites territoriales de dicho Estado, ya que Gran Bretaña no podía renunciar a dos espacios estratégicos: la Mesopotamia me-ridional en torno a Basora, rica en petróleo, y Palestina, «puerta militar de Egipto y del canal de Suez» en palabras de lord Curzon. Se encontraba además obligada por su respaldo mediante la Declaración Balfour de 1917 a la creación de un hogar nacional judío en Palestina –considerada por los nacionalistas árabes parte de la «Gran Siria»– y, sobre todo, por el Acuerdo Sykes-Picot de 1916, un reparto con Francia de Próximo Oriente en esferas de influencia mutuas negociado a espaldas de los árabes y claramente incompatible con su proyecto nacional. Así, por la realidad de los compromisos británicos, el Estado árabe unitario, de existir, habría de circunscribirse al estéril territorio de la península arábiga.

Durante su misión militar, Lawrence supo de la existencia de semejantes compromisos británicos y, dados sus crecientes vínculos personales con la revuelta, los terminó poniendo en conocimiento de Faisal, mientras empezaba a actuar con cierta libertad de criterio frente a los intereses de su país para anticiparse a los acontecimientos en favor, supuestamente, de la causa árabe. Consideraba que si éstos entraban los primeros en Damasco junto a los británicos, los hechos consumados desalentarían las aspiraciones francesas sobre Siria. Los cálculos de Lawrence y Faisal tenían su lógica y una vez tomada la ciudad se apresuraron a crear un Estado árabe embrionario que perduraría hasta 1920, con un Gobierno provisional sumado a otras instituciones emanadas del Congreso Nacional Sirio, aprovechando un cierto vacío mientras se organizaba internacionalmente la paz. Con la aspiración de hacer realidad esa Gran Siria, el propio Faisal encabezaría asistido por Lawrence la delegación árabe en la Conferencia de Paz de París de 1919 donde trató de defender el proyecto jugando la baza de la incipiente Doctrina Wilson de autodeterminación de los pueblos.

Sin embargo, dicha doctrina se iba a mostrar inoperante para el ámbito colonial comparada con los intereses de los imperios europeos. Las aspiraciones nacionalistas árabes tocaban a su fin. La Conferencia de San Remo de abril de 1920 formalizó el reparto colonial bajo el sistema de mandatos de la Sociedad de Naciones, siguiendo el patrón aproximado del Acuerdo Sykes-Picot. Las revueltas estallarían de inmediato con especial intensidad en el Irak bajo dominio británico mientras Francia por su parte forzaba la expulsión de Faisal de Damasco de forma expeditiva. La «defenestración» del príncipe que fuera en su día recibido como un libertador, se veía ahora como una profunda humillación parar la nación árabe. Gran Bretaña trató de resolver las tensiones provocadas por el sistema de mandatos por medio del diseño que Winston Churchill trazó en la Conferencia del Cairo y en la que Lawrence de Arabia prestó su último servicio en Oriente asesorando a aquél sobre la situación política en el terreno: Irak y Transjordania pasarían a ser monarquías hachemitas tuteladas por Gran Bretaña, la primera bajo la corona de Faisal y la segunda sobre la de su hermano Abdullah, fundador de la actual dinastía jordana.

Intereses occidentales

A la postre, el desmantelamiento del Imperio otomano no había hecho sino desplazar un dominio exógeno en decadencia por otro emergente, en un tablero en el que ya se desplegaban todas las piezas para el juego de la inestabilidad futura de la región: la creciente presencia de los intereses occidentales apoyados en facciones oligárquicas locales, un nacionalismo árabe debilitado por la fragmentación política y estatal, la consolidación definitiva de ese hogar nacional judío en la forma del Estado de Israel y la ausencia de una figura religiosa aglutinadora supranacional como había sido hasta la inmediata postguerra el califato. Factores estos que han gravitado hasta el día de hoy en todos los conflictos regionales, desde los movimientos autonomistas de los años treinta, hasta el prolongado conflicto árabe-israelí, el renacimiento nacionalista a través del panarabismo y el baasismo en el contexto de la Guerra Fría o la actual situación en Yemen, Siria e Irak. Volviendo de nuevo al origen, Lawrence abandonó Oriente Próximo decepcionado y habiendo perdido definitivamente la confianza del jerife Husein, cabeza del clan hachemita. No sólo no se había conseguido el Estado independiente y unitario que éste soñara pocos años antes, sino que empezaba ahora una lucha tribal abierta entre hachemitas y saudíes, fundamentalmente, por la hegemonía en la península arábiga que terminaría en 1932 con la coronación de Ibn Saud como monarca de la nueva Arabia Saudita.

Hasta su muerte en 1935, Lawrence permaneció en un estado depresivo o, cuando menos, de taciturno retiro que sus biógrafos achacan a la presión postraumática de la contienda y al sentimiento de culpa por la «traición» británica al pueblo árabe. La figura de un hombre con sus lealtades y sentimientos divididos entre su país de origen y el pueblo que le había acogido simbolizan a la perfección esa colisión de fuerzas incompatibles entre los intereses coloniales y el proyecto nacional árabe. Contemplada de ese modo, la realidad histórica de Lawrence no se alejaría demasiado de la interpretación más bien literaria que el personaje mantiene en el ámbito occidental. El recuerdo en el mundo árabe ofrece, en cambio, una visión mayoritariamente crítica, en la que Lawrence siempre maniobró para mantener el impulso de la revuelta árabe en los estrechos márgenes de los intereses de Gran Bretaña. Así, no sólo sería esta la «traidora» a la causa, sino también el propio Lawrence. Pero, ya fuera un sibilino agente de inteligencia del Imperio o un mesiánico libertador abrazado a una causa que le había cautivado, ¿quién podría pedir a un solo hombre que lograra dominar por sí solo la vorágine de un proceso histórico como el del Oriente Próximo contemporáneo que aún hoy, más que nunca, nos parece inabordable?

*Historiador y director de la revista «Desperta Ferro»