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1991, las navidades más amargas de Gorbachov

1991, las navidades más amargas de Gorbachov
1991, las navidades más amargas de Gorbachovlarazon

Qué hubiera hecho de la mancha corporal más famosa de la historia reciente, la de la calva de Mijaíl Gorbachov, aquel «hombre de ciencia» del que habla Nathaniel Hawthorne en su cuento «La marca de nacimiento», que malogró el rostro de su bella esposa por la obsesión de arrancarle lo que según él estropeaba la perfección de sus rasgos. Esa especie de archipiélago pintado en la testa del líder ruso podría ser el símbolo de lo imperfecto dentro de un proceso idealista que quiso renovar lo que Serhii Plokhy llama «El último imperio». Padre de la Perestroika («reestructuración») y de la política del glásnost («transparencia»), Gorbachov dijo haberse inspirado para proyectar su pensamiento político en la literatura y en la lucha de sus abuelos, que habían sido detenidos por la policía de Stalin. Esa experiencia de brutalidad entre sus prójimos le serviría para tener una actitud conciliadora, hasta el punto de proponer un desarme total a EE UU y por estas y otras iniciativas recibir el Premio Nobel de la Paz en 1990.

Este magnífico libro, traducido por Pablo Sauras, nos invita a conocer qué pasaría el año siguiente, 1991, en un otoño durísimo para el país, que había entrado prácticamente en bancarrota, con Gorbachov cuestionado y frente a la presión de un ambicioso Boris Yeltsin, con las aspiraciones independentistas del ucraniano Leonid Kravchuk, y siendo un foco de atención máximo desde EE UU, el otro gran imperio. George W. Bush presumía de haber ganado la Guerra Fría tras la dimisión de Gorbachov el día de Navidad, cuatro días después de que la URSS se disolviera oficialmente, pero el mandatario estadounidense no pretendía tal disolución, sino llegar a acuerdos con su gran rival. Con todo, promovería este hecho como una gran victoria de EE UU a raíz de su acertada política exterior. Pues bien, el libro viene a «impugnar esta interpretación triunfalista del derrumbe del Estado soviético».

Plokhy es un investigador enérgico a la hora de defender sus tesis, y está convencido de que su trabajo despertará la polémica. Esta seguridad se asienta no en teorías personales y apasionadas, sino en el estudio de los documentos a los que tuvo acceso, en la biblioteca presidencial George W. Bush, ya desclasificados, como memorandos y transcripciones de conversaciones telefónicas con diversos dirigentes, y en entrevistas a políticos, como el bielorruso Stanislav Shushkiévich. Con todo ello, demostrará que la Casa Blanca intentó mantener en el poder a Gorbachov, «al que consideraba su principal socio en el escenario mundial, y para ello estaba dispuesta a aceptar la continuidad del Partido Comunista y del imperio soviético». La preocupación por parte del Gobierno americano estribaba en la falta de confianza que despertaba el ascenso de Yeltsin –«el estrafalario líder de Rusia»– y el anhelo de tantas repúblicas por separarse del control del Kremlin, amén del riesgo de ver cómo la disolución podría acabar en una guerra civil parecida a la yugoslava, aunque mucho más peligrosa: con armas nucleares.

w Liderar el siglo

Plokhy habla de que por entonces la Guerra Fría ya había acabado, y en otro trabajo muy interesante, «La CIA y la guerra fría cultural», Frances Stonor Saunders explicaba que ese reto del que se apropió EE UU de asumir la responsabilidad de liderazgo durante el siglo, en contraste con una «gastada y desacreditada Europa», sería el origen del mito de una guerra fría donde lo propagandístico era esencial. En este sentido, Plokhy alude con desdén a las ideas conspirativas de los nacionalistas rusos en torno a que «el derrumbe de la Unión Soviética fue, según dicen, resultado de un complot de la CIA», dando pábulo a una influencia norteamericana que no llegó a tanto. Así, el autor se preocupa por erradicar mitos, yendo atrás en la historia para entender los antecedentes de los políticos protagonistas de su investigación, pero centrándose en el segundo semestre de 1991, que fueron cruciales no sólo para Rusia sino para el mundo entero: con el tratado de reducción de armamento nuclear entre Gorbachov y Bush, el acuerdo entre el primero y Yeltsin para reformar el sistema –que llevaría al golpe de Estado– y la ulterior dimisión del presidente ruso.

Plokhy se esfuerza en separar dos factores que tradicionalmente han sido considerados consecuencia uno de otro: el final del Partido Comunista y la desaparición de la Unión Soviética, y explica cómo el destino del país se precipitó durante los últimos cuatro meses por otro motivo principal: la relación entre Rusia y Ucrania, las repúblicas más grandes, y la decisión de crear una Comunidad de Estados Independientes, pues cada vez más el poder se iba dispersando y todo ya no dependía enteramente de Moscú. La popularidad de Gorbachov iría en detrimento por las condiciones de vida mediocres de la población, en paralelo a las excelentes relaciones entre los dos matrimonios (la mujer del presidente, Raísa, doctora en Sociología y profesora universitaria, era muy popular en su país e hizo buenas migas con Barbara Bush), aunque con Yeltsin alrededor esperando acaparar la atención, ganándose el hartazgo de políticos –según Bush, era un «verdadero incordio»– tanto como la confianza del pueblo, al que cada vez le cansaban más los discursos interminables de Gorbachov y quería soluciones a sus problemas. El presidente perdería crédito, prestigio, y Yeltsin estaba preparado para llegar a la cumbre, declarando la soberanía de Rusia en aquel verano. Era el inicio del fin: el inicio de Estados Unidos como única superpotencia; el fin de un imperio que a lo largo del siglo XX había extendido un régimen represivo que iba a ver asomarse incipientes libertades.