Anna Freud, digna hija de su padre
Algunos autores hablan del pensamiento de principios del siglo XX como una revolución con tres ejes: el hombre en sociedad, Marx; el hombre frente a la filosofía, Nietzsche, y el hombre explorando su interior, Freud. Se podrá estar de acuerdo o no con algunas formulaciones de estos pensadores, pero lo que es indudable es que cambiaron nuestra mirada sobre el mundo, y además, y ése es un punto que los une, su escritura sigue siendo buena escritura.
De ahí la importancia de textos como el de Elisabet Riera, que con acierto, sensibilidad y conocimientos hace viajar al lector por uno de estos tres creadores, Sigmund Freud, a través de la mirada compleja y torturada de su hija Anna, también psicoanalista. Desde aquel momento a los diecinueve meses en que Anna grita: «Annafreud, fresas, fresas silvestres, bollos y pudding», una frase que Freud recordará en su fundamental texto «La interpretación de los sueños», publicado en 1900, se está abriendo para el siglo XX un nuevo camino hacia el inconsciente, una inimaginable Atlántida interior.
El lector iniciará la obra acompañando a Anna Freud, de 86 años, a donde vivió y trabajó la familia Freud en su exilio en Inglaterra, Maresfield Gardens: ella entra en aquellos jardines mientras la enfermera empuja su silla de ruedas. Sabe que no va a volver a ver más la que tantos años fue su casa. Y recuerda. Recuerda la vivienda y el despacho en la calle Bergasse de Viena del profesor Freud y de su familia, y, como si fuera una sesión psicoanalítica en el mítico sofá, van pasando los recuerdos de su vida: desde su primeras turbaciones al contar a su padre sus masturbaciones hasta su relación con Lou Andreas-Salomé, o todos los años vividos con su amiga íntima Dorothy, heredera del joyero multimillonario Tiffany.
Terapia de niños
Elisabet Riera consigue condensar y hacer vivir al lector todo un mundo ya desaparecido no sólo de hechos y de lugares, sino de formas de vivir y mirar la vida que se fue desarrollando en la Viena de principios de siglo, y a los que los nazis dieron la puntilla. Yo he seguido durante años la vida y la obra de Freud, y he estado en su actual museo de la calle Bergasse, donde incluso existe un catálogo en español de sus objetos arqueológicos, a los que tan aficionado era. Y así reconozco la perfecta traslación del mundo freudiano que hace la autora a esta novela. Anna recuerda aquel momento, hacía más de cincuenta años, en que Dorothy y sus hijos llamaron a la puerta de la calle Bergasse preguntando por Anna Freud, que se había especializado en terapia de niños. Luego, una vida juntas. Riera trata con delicadeza el tema de la homosexualidad, un asunto que algunos psicoanalistas se empeñaron en «curar» (la propia Anna tuvo pacientes en este sentido), aunque se conserva una carta del propio Freud, citada en este libro, donde afirma, adelantándose casi un siglo a la psiquiatría oficial, que «la homosexualidad no es una enfermedad», y curiosamente durante toda la novela veremos, como tras un biombo, las propias relaciones de Anna Freud con las mujeres de su vida.