Cuando Europa tenía el mando
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Hace escasas fechas, el investigador alemán Jürgen Osterhammel llegaba a nuestras librerías con su monumental libro de más de 1.500 páginas, «La transformación del mundo. Una historia global del siglo XIX», el cual recorría en realidad más de cien años de historia, desde el último tercio del siglo XVIII hasta los años de la Gran Guerra. En él, el lector encontraba el análisis de una etapa caracterizada, sobre todo, por el progreso, o el mejoramiento de todos los órdenes sociales, que se vio en un ascenso de la productividad laboral sin precedentes o en la multiplicación de la riqueza; una etapa que contempló una revolución agrícola incluso anterior a la industrial, y una eficiencia tecnológica de la que se verían favorecidas las fuerzas armadas. El autor expresaba todo ello con el término «incremento de la eficiencia», muy acentuado por el control de los aparatos estatales sobre la población, lo que daba como resultado un aumento de las normas administrativas o de las competencias que adquirían las administraciones locales.
El mundo se transforma
Bien, pues tal politización de la sociedad como base para nuevos modos de gobernanza y mecanismos, por parte de las autoridades, a la hora de organizar a su pueblo y regular sus diversas áreas de trabajo y hasta de ocio e información, tuvo su centro neurálgico en Europa, de ahí que Osterhammel dijera que «ningún otro siglo ha sido, tan siquiera remotamente, una era europea»; un tiempo que, en efecto, iba a ser testigo de toda una «transformación del mundo». Y sin embargo, nos cuenta Philip T. Hoffman en «¿Por qué Europa conquistó el mundo?», a la venta el próximo día 26 de enero (traducción de Carme Castells), que otras sociedades desde antiguo parecían más preparadas que el Viejo Continente para hacerse los amos del mundo, como «los chinos, los japoneses, los otomanos de Oriente Medio o los asiáticos del sur. En algún momento, uno u otro pudieron presumir de poderosas civilizaciones y, a diferencia de los africanos, los aborígenes americanos y los habitantes de Australia y de las islas del Pacífico, todos ellos tuvieron un temprano acceso a las mismas armas que empleaban los europeos. Y si nos remitimos al pasado, todos parecían candidatos más fuertes que los europeos».
Así, el autor se plantea lo que da en llamar un fascinante enigma intelectual: qué ocurrió para que los europeos, en 1914, tuvieran el control del 84% del globo –cuando hacia 1800 era del 35%–, gobernaran mediante sus colonias en todos los continentes habitados, difundieran sus lenguajes e ideas y acabaran imponiéndose por medio de su poder militar. Para empezar, Hoffman cuestiona las respuestas habituales que se han dado a tal cosa: por un lado, el hecho de que las enfermedades masivas destrozaran zonas del mundo frente a cierto grado de inmunidad de la que disfrutaron los europeos por haber creado resistencia al haberse expuesto a ellas –falso, porque había más pueblos con esa «ventaja biológica», como las principales civilizaciones de Oriente Medio y de Asia–; y por el otro, el impacto de la tecnología de la pólvora, lo cual tampoco explicaría el fenómeno dado que el dominio de las armas por parte de los europeos fue tardío en contraste con las armas punzantes y cortantes comunes en Eurasia y las armas de fuego y la pólvora, originadas en China.
De tal modo que el libro querrá responder a por qué otros estados poderosos se quedaron rezagados y Europa desarrolló con fruición su apuesta por lo tecnológico que, al fin y a la postre, le posibilitaría conquistar el mundo. Competencia militar, necesidad de innovación técnica para entrar en diferentes mercados, o propósitos y alicientes políticos podrían explicar las diferencias que se darían en Europa y el resto del mundo. Es precisamente en las decisiones y acciones desde el ámbito político donde se irán cifrando las causas para que los ingresos en Occidente, desde la Revolución Industrial, suban por encima de Euroasia –por ejemplo, «en Europa occidental eran más beneficiosas las máquinas que ahorraban trabajo, mientras que en China era más barato mantener el trabajo manual en el campo, donde los salarios eran bajos, pero donde el imperio proporcionaba más seguridad en caso de guerra»–, en un recorrido en el que las instituciones favorecerían el crecimiento económico, sin que hubiera pruebas, según Hoffman, de que la guerra estimulase el temprano desarrollo en Europa.
Conquistas sin réditos
En este sentido, cabrá destacar cómo el colonialismo del siglo XIX «con toda probabilidad supuso un peaje para todos los europeos medios»; Hoffman pone el ejemplo del imperio británico, que no generó beneficios en el largo periodo, al menos, de los años 1880-1912. Esa poca rentabilidad de los estados que oprimían otras sociedades tendrá, por supuesto, consecuencias nefastas: «Horrores que se infligieron a los esclavos y a los nativos americanos», «atrocidades cometidas en colonias como el Congo Belga del rey Leopoldo»... De hecho, a efectos prácticos, todo ese sufrimiento no se traduciría en su momento en un beneficio para los occidentales, pues, aunque se ganara la explotación de productos locales (la plata de Latinoamérica o el azúcar y el café, cultivos como el maíz y las patatas), los europeos también pagarían un precio: reporta Hoffman que buena parte de la plata americana sirvió meramente para financiar más guerras; guerras que provocaban más conflictos; conflictos que repercutirían en los asuntos mercantilistas; asuntos que acabarían al fin, en tiempos de paz, asentándose en un capitalismo boyante y en una Europa sin fronteras.