Don algodón
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Hace un par de años la editorial Capitán Swing publicaba, por primera vez en español, un documento excepcional, «Algodoneros. Tres familias de arrendatarios», del poeta y guionista de cine James Agee, acompañado de las extraordinarias fotografías de Walker Evans, emblemas de toda una época, la Depresión americana. Aquel texto tenía una historia muy particular detrás. La revista «Fortune» había encargado un reportaje a Agee y Evans sobre los agricultores de un condado de Alabama en 1936, pero nunca fue publicado. En el año 2005, cincuenta después de la muerte del escritor, se encontró el manuscrito original con la etiqueta «Algodoneros», toda una pieza maestra de crónica periodística con fuerza literaria. En todo caso, aquel viaje serviría para que los autores publicaran en 1941 el libro «Ahora elogiemos a hombres famosos», una versión muchísimo más extensa que aquel reportaje inédito en su momento.
El informe de Agee sobre las condiciones laborales de los granjeros blancos pobres del profundo Sur estadounidense era verdaderamente desgarrador y transmitía un mensaje inequívoco: «Una civilización que por la razón que sea pone una vida humana en desventaja; o una civilización cuya existencia radica en poner vidas humanas en desventaja, no merece llamarse así ni seguir existiendo». Era una manera de denunciar la injusticia, la desigualdad, la máxima pobreza de unos conciudadanos de rutina escalofriante. Trabajadores blancos sufriendo –siempre arrastrando deudas con los terratenientes que abusan de ellos sin piedad mediante un sistema de crédito sangriento–, como los millones de negros a los que tradicionalmente es asociado el cultivo del algodón y que además padecieron el abyecto trato de la esclavitud.
Un negocio globalizado
Ahora, ese ámbito tan popularmente conocido gracias al cine mediante clásicos como «Lo que el viento se llevó», basado en la novela de Margaret Mitchell –en la actualidad, incluso hay un componente turístico al ser convertidas las antiguas plantaciones de algodón de Luisiana en hoteles y museos–, es analizado de forma pormenorizada por Sven Beckert, haciendo de ello «una historia global», como reza el simple subtítulo. Así, «El imperio del algodón» (traducción de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar) alude a los apareceros de lugares en torno al río Misisipi, pero va mucho más allá, analizando los grandes centros de producción de esta fibra textil vegetal que emergió como potencia industrial en el siglo XIX. De hecho, la ciudad de Manchester, la más industrializada del mundo en aquella centuria, tenía como destacada presencia la de los productores y comerciantes de algodón, como señala el autor en una introducción encabezada por un cuadro de Degas que capta a comerciantes de Nueva Orleans de 1873; detalle que por sí solo ya indica el grado de penetración que tal comercio tenía en la sociedad decimonónica allende los mares.
«Este libro narra la historia del auge y posterior desplome del imperio del algodón que un día alcanzara a presidir Europa», dice Beckert, que enseguida añade que «también la historia de la activación y la reactivación del capitalismo global y por ende del mundo moderno». Expansión imperial, empleo de esclavos, tecnología novedosa y un sistema de asalariados sostendrían el negocio del algodón a escala mundial con una serie de industriales europeos tan audaces como ambiciosos; un negocio que hizo hasta que se libraran guerras en pos de acceder a campos de algodón y que diezmó a una población agrícola a la que se obligó a dejar sus cultivos para consagrarse al poder omnívoro de las máquinas y las fábricas. Y es que «el imperio del algodón fue, desde un principio, un espacio de constante pugna global entre esclavos y colonos, mayoristas y políticos, granjeros y comerciantes, obreros y patronos». Era el nacimiento de un mundo moderno; pero también de una Tierra llena de míseros explotados.
Estamos ante uno de los elementos cotidianos más extendidos, nos recuerda el autor, que no duda en calificarlo de logro de la humanidad. Todos vestimos alguna prenda de algodón, y a la vez, se trata de algo que nos resulta desconocido: «Damos su omnipresencia por sentada. Lo llevamos pegado a la piel. Dormimos envueltos en él». Hasta lo encontramos en los billetes de dinero, en los filtros del café, la pólvora, el jabón o los libros. Visto así, el algodón bien merecía todo un libro. Y este es de lo más completo. Beckert analiza la ubicación y evolución de las plantaciones algodoneras en los últimos dos siglos en la China, la India, Estados Unidos, África Occidental y Asia Central, y explica cómo Europa, «la región del mundo que menos relación tenía con el algodón, fuera al mismo tiempo la creadora y dominadora última del imperio del algodón».
Desarrollo económico
El algodón, en verdad, sería la plataforma para el surgimiento de la Revolución Industrial. De hecho, estudiar esa etapa es obtener luz sobre la industrialización de la sociedad, el desarrollo económico y, en última instancia, el auge del capitalismo –«el movimiento de capitales, personas, mercancías y materias primas por todo el planeta»–, o visto de otra manera, sobre la «desoladora desigualdad social». Beckert hace de este modo un estudio sobre los diferentes tipos de capitalismo (de guerra, industrial...) y encuentra en el algodón no sólo al dominador del comercio mundial, sino que entiende que la propia fábrica, como instalación, fue un invento de la industria algodonera. Alrededor de ese periodo decisivo, Beckert recorre quinientos años de historia humana desde el arbusto que cultivaban los aztecas, y, a tenor de sus veraces investigaciones, casi se podría decir, cual anuncio publicitario, que el algodón no engaña.