El hombre de la coraza de cristal
Narrado en primera persona por cada uno de los testigos de la vida de Dean, Besson recoge la fragilidad que escondía el mito detrás de su brutalidad
No necesitó más que tres películas para convertirse en mito. Ni tan siquiera. Con una le bastó, las dos siguientes llegarían cuando ya era leyenda. Eso, y una cara bonita. Muy bonita –aunque menudo, algo encorvado y miope, para ser justos–. La misma que desde que estrenase «Al este del Edén» ha colmado los imaginarios fantasiosos de ellas y de ellos. Un hombre al que, en palabras que Besson pone en boca de su madre, no se le «concedería el regalo de la vejez». Ni a él ni a sus seguidores. Casi por «herencia» familiar. Su abuela dejó huérfana a su madre muy pronto y ésta haría lo propio con Jimmy. Lo de Dean ya lo saben, con sólo 24 años cumplió uno de sus desos: «Vivir rápido, morir joven, dejar un cadáver bonito», para desgracia del resto.
Era el 30 de septiembre del 55. El actor conducía su «Little Bastard», como habían rebautizado a su Porsche 550 Spyder, por las Salinas (California) cuando se acercaba al cruce de la 466 con la 41. Allí le esperaba un estudiante que ni por asomo se imaginaba que, en cuestiónde segundos, iba a pasar a la historia como el verdugo de aquel ángel rubio. «Soy Donald Turnupseed –le presenta Philippe Besson–. Soy el hombre que mató a James Dean. (...) Tenía que girar a la izquierda. Vi el Spyder llegar de frente, bajaba de las colinas, daba la impresión de que circulaba a toda velocidad, pero era una imagen imprecisa debido al calor que reverberaba. Lo que pasó es que dudé un momento. Sólo unos segundos. No debería haber dudado.
De hecho, me pregunté si me daría tiempo a girar antes de que el coche llegase a mi altura. Aceleré para tomar la curva. Tuve miedo de quedarme corto, así que frené bruscamente. Tal vez demasiado. Mi Ford derrapó. Y entonces me dije a mí mismo, qué tontería, me da tiempo de sobra. De modo que aceleré de nuevo. (...) Después todo pasó muy rápidamente». Así recoge Besson los instantes previos a la muerte del de Indiana. No son palabras exactas de Turnupseed, sino parte de la novela que reinventa la mítica figura en un repaso por los nombres más importantes de su vida, «Vive deprisa». Un retrato en primera persona de cada uno de estos testigos directos, desde su madre, Mildred Dean, hasta el propio intérprete. Pasando por colegas de profesión, su admirado Marlon Brando y sus agentes. Relatos cortos, de apenas dos, tres, cuatro páginas en los que se va desmenuzando, con cierta licencia poética, cada episodio de su fugaz vida.
Así, paso a paso, historia a historia, persona a persona, se va metiendo en el carácter del hombre que había tras esa pelambrera rubia y alborotada. Personalidad que se retrata algo quebradiza, en palabras de su profesora de arte dramático, Adeline Brookshire. «Esa sensibilidad a flor de piel, ese orgullo a veces injustificado, no era más que fragilidad. No se entiende a James Dean si no se entiende su fragilidad. Era de cristal», comenta. En este último término también coincide su compañera en «Gigante» Elizabeth Taylor, que cuenta cómo ella era capaz de adivinar las «grietas, inseguridades y abismos» del hermano que se «inventó».
Coraza que, detrás de una falsa brutalidad, escondían los múltiples demonios que le atormentaban. Indolencia forzada la que le llevó a chocar con la otra pata de «Gigante», Rock Hudson, con quien tenía una rivalidad que habían hecho pública. «¿Lo que más me molestaba de él? Su descaro», confiesa. Sólo había rodado dos películas por entonces, pero el guapo del Medio Oeste ya se paseaba con una arrogancia insoportable para algunos y ciertos «aires de diva».
Volviendo a Taylor, también recoge en estas páginas la confesión de la actriz sobre los abusos que había sufrido Dean en su infancia por parte del pastor de su iglesia. Y es que el repaso va con estas pequeñas pinceladas abordando cada arista del joven. Desde abajo, desde esas clases de claqué a las que le apuntó su madre y los primeros escarceos con el mundo del espectáculo desde pequeño, en los que ya se vislumbraba una carrera artística. O los comienzos en una publicidad que le permitió obtener el carné del Sindicato de Actores, explica Isabel Draesemer, su primera agente. La misma que le consiguió un contrato en un anuncio para Pepsi-Cola. Cuando el caché de este rebelde sin causa no se correspondía con su futuro: diez dólares.
Besson también tiene tiempo para retratar al Dean más «puto» –dicho por él–, capaz de acostarse con el publicista Roger Brackett con tal de abrirse camino en la industria. El mismo que condensa en dos frases los deseos de su ejército de fans: «Se resume en pocas palabras: en el mismo momento en que lo vi, quise acostarme con él. Irradiaba algo profundamente sexual».
Tocado por una varita hasta ese 30 de septiembre de hace 60 años, Dean también era capaz de convertir en oro casi todo lo que tocaba. «Le debo mi fama. Y sobre todo le debo los meses más intensos de mi larga vida. Sí, fueron sólo unos meses, pero lo cambiaron todo para mí», le recuerda el fotógrafo Dennis Stock en «Vive deprisa».
Cholame, Lugar de culto
Iba a llevar su Porsche en el remolque, pero a última hora decidió cambiar de planes y salir a rodarlo un poco. Amaba la velocidad, tanto como para verle con asiduidad por los circuitos de carreras. En esta ocasión acababa de sacar el Spyder del taller, de que le hicieran una puesta a punto al motor y de que le pusieran un cinturón de seguridad para el conductor. El mismo que minutos después le dejaría aprisionado entre los hierros del coche totalmente destrozado. El Porsche no soportó la embestida del otro vehículo y salió despedido, llevándose la vida de Dean consigo. Todo eso fue en Cholame (California), lugar que 60 años después del accidente se ha convertido en una parada habitual para los seguidores del actor. Al igual que la gasolinera donde rellenó el depósito por última vez.