En deuda con Darwin
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Hace un par de años pudimos conocer la primera parte de las memorias de uno de los mejores científicos-escritores de las últimas décadas que, sorprendentemente, reconocía no verse como «un buen observador» por, aseguraba, «faltarle la suficiente paciencia». El autor del exitoso «El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta», que publicó con tan solo treinta y cinco años –diez libros más le seguirían–, en aquel «Una curiosidad insaciable» se lamentaba de no haber acabado siendo naturalista, que era lo que su padre y abuelo deseaban que hubiera sido, y hacía una somera revisión de su tiempo pasado en África y Oxford. Ahora, aquellos recuerdos familiares y de formación tienen continuidad con «Una luz fugaz en la oscuridad» (traducción de Ambrosio García Leal), título inspirado sobre todo en una frase de su admirado Carl Sagan, en que el científico inglés se centrará en compartir anécdotas del mundillo universitario, así como de los congresos científicos, y en ir explicando los diversos estudios en solitario o en colaboración que le han resultado más interesantes de desarrollar.
Ateo militante
Este darwinista experto en etología y zoología da inicio a su libro, y así también lo acabará, con la referencia a su septuagésimo aniversario y a aquellos que le acompañaron, lo que le sirve para mostrar el ambiente en el que se ha movido y en el que no han faltado personalidades insignes de muchos campos, incluido el eclesiástico –de creyente pasó a convertirse en un ateo militante– y el literario. Toda esa sociabilidad que le caracteriza se palpará tanto en su ámbito profesional más concreto, preocupándose profundamente por sus alumnos y la presión y competitividad que les rodea en un lugar como la Universidad de Oxford, como a través de iniciativas públicas de carácter divulgativo por televisión, o en torno a proyectos y vivencias en California (en la Universidad de Berkeley investigaría los picotazos de los pollos y se posicionaría contra la guerra del Vietnam), Panamá, donde trabajó para el Canal, o las Canarias, adonde acudió para participar en una reunión de científicos, astrónomos y músicos y le impresionó sobremanera el telescopio gigante de La Palma.
Muy reconocido entre sus colegas por su buen hacer narrativo, heredado de la afición de su padre por la poesía –éste un técnico agrícola destinado a Nyasalandia (hoy Malawi) como suboficial de agricultura, de ahí que Richard acabara naciendo en Nigeria y viviendo en África sus primeros ochos años–, en esta segunda parte de sus memorias vuelve a mostrar su habilidad para comunicar, mezclar, celebrar vida y ciencia. Para el interesado en asuntos biológicos constituirá una lectura amena y muy atractiva si pretende, además, acercarse a la bibliografía de Dawkins, que va comentando cada libro publicado a partir de sus argumentaciones esenciales, como «El espejismo de Dios» o «El relojero ciego», y hasta lanzando ironías al hilo de sus explicaciones, por ejemplo, sobre el comportamiento de las avispas, todas unas maestras en el arte de la «economía evolutiva».