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«Estoy cansada de sentir que estoy haciendo algo malo»

Prepublicación de «La Favorita», que saldrá a la venta el martes. Alfonso XII y la contralto Elena Sanz vivieron una apasionada historia de amor. Sabían desde sus inicios que estaba condenada al fracaso. Adelantamos un capítulo de esta novela histórica. En él, se detalla cómo el monarca le pide que se case con ella con la condición de que deje los escenarios
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Cánovas y el duque de Sesto consideraron que, tras su duelo, el rey debía volver por la puerta grande y para tal fin le organizaron un viaje por las provincias del norte para que las inspeccionara e hiciera maniobras militares. El día 25 de octubre se fijó su regreso, y el pueblo contempló admirado cómo su rey entraba por la Puerta de Alcalá, erguido sobre su dignidad y sobre el caballo blanco.
Según el impacto se alejaba seguido de sus capitanes generales, comenzaron a entonar salvas que le siguieron por las calles de la capital, y las flores que le arrojaban las mujeres trazaron la estela de los cascos de los caballos. El monarca presenció conmocionado el tedeum que se cantó en la basílica de Atocha. Ya en las proximidades del palacio de Oriente, a la altura del número 93 de la calle Mayor, se pusieron al trote hasta que la irrupción de un hombre en mitad de la calle obligó al rey a tirar de las riendas para detener a su caballo. Al ver que el insurrecto sacaba una pistola, Alfonso se agachó y la suerte se posicionó de su lado: no era un tirador profesional. Falló los dos tiros y echó a correr. Entre los gritos, el rey hizo un gesto con la mano a sus generales para que nadie se acercara a comprobar su estado y azuzó a su caballo para que continuara hasta el Palacio Real como si nada hubiera sucedido.
Una vez las puertas se cerraron a su paso, se dirigió al duque de Sesto, que montaba a su lado.
–Pepe, me han disparado dos tiros.
–Sí, señor.
No volvieron a hablar sobre el asunto (...)
Pero si había alguien a quien estar agradecido por mantenerle con vida era a ella. Aquella noche, una vez más, tras las flores, los abanicos, los pañuelos e incluso algún collar de perlas australianas al finalizar su interpretación en el Real, el monarca la reclamó en las habitaciones reservadas para la familia real. Como era costumbre, mandó encender la chimenea.
Elena apareció colorada y jadeante. No podía recordar las veces que había vuelto a salir al escenario para recibir más aplausos. Aún llevaba el traje y la corona de la reina Leonor de Guzmán. Se acercó a él y lo abrazó, apoyando la cabeza en su pecho.
–Alfonso, si te hubiera pasado algo... yo...
–Ya ha llegado la reina– respondió. Acarició la corona con sus dedos.
Lentamente, la tiple se separó y alzó la cabeza para mirarlo directamente a los ojos.
–No lo soy. Y ellos me lo reprochan.
–¿Quiénes son ellos?– preguntó el monarca, con extrañeza.
–Para la gente aún no se ha escrito el final de la historia de Mercedes. Y no quieren que yo sea la guionista que lo termine.
–¿Quiénes, Elena? ¿Te refieres a los que tienen las manos enrojecidas de aplaudirte?
–Tengo la sensación de estar recibiendo un aviso. –Alfonso sintió que la diva regresaba a París con el paso que dio hacia atrás mientras hablaba–. A veces no sé qué sentido tiene esto. Estoy cansada de sentir que estoy haciendo algo malo, de estar escondiéndome de una sentencia.
– Yo te protegeré. –El rey se acercó y la tomó de los brazos–. Nunca dejaré que te suceda nada malo.
–Lo sé, Alfonso. –Le acarició la cara con ternura–. Nunca he llevado una vida convencional. Sabes que te quiero, pero no sé manejarme en la contención que marca la corte, porque me ahogo. No sé fingir ni esconderme.
El monarca se separó de ella.
–Sabes cómo me gustaría que las cosas fueran diferentes.
–Tragó saliva para aunar el valor suficiente y añadió–: Si es tu decisión, nada te retiene aquí ya.
(...) Apenas tuvo tiempo para asimilar lo sucedido al día siguiente.
Buen estudiante, había aprendido rápido que un rey no puede permitirse anteponer crisis anímicas a los casos de fiebre amarilla que estaba provocando el estado sanitario de la capital. Recibió al marqués de Torneros, alcalde de Madrid, para tratar el asunto, despachó con el ministro de Guerra para analizar los últimos informes sobre la situación en el norte y se puso al día con Cánovas sobre cómo pensaba enfrentarse a las críticas por la última subida de impuestos y los proyectos del ministro de Hacienda para la amortización de la deuda.
Se sintió muy débil y subió a sus aposentos dudando entre cuáles habían sido más intensos, los días por el norte de España desde que volviera de Riofrío o los dos últimos en Madrid. Al llegar a su habitación, se tumbó en la cama para descansar antes de jugar con el duque de Sesto una partida de billar. (...)
Se sobresaltó cuando escuchó que llamaban a su puerta para avisarle de que Osorio ya le esperaba. Se había quedado dormido.
Se dispuso a levantarse, lo que le costó tres intentos debido al agotamiento.
–Perdona, Pepe, no sé por qué estoy tan débil– saludó a Sesto, que lo esperaba tranquilamente sentado en una silla forrada con seda valenciana junto a otras tres, frente a una mesita de madera de nogal. (...)
–Señor, quizá lo más conveniente es que os vayáis a descansar y pospongamos la partida.
El rey se sentó frente a él.
–No te preocupes, si yo...– se interrumpió al darle un leve ataque de tos.
–¿Os encontráis bien?– Alcañices se apresuró a apagar el puro y apartó el humo con la mano.
–Sí, sí. –Alfonso se levantó y zanjó el asunto con una palmada–. Vamos a por esa partida.
El duque de Sesto cogió su copa y siguió al monarca hasta la sala de billar. (...)
–¿Habéis visto algún lince en Riofrío, señor?– preguntó Alcañices de inmediato, para hacer ver que no se había dado cuenta del mal estado del rey. Dejó la copa encima del marcador de madera y se dispuso a golpear la bola. Aprovechó que el monarca se daba la vuelta para hacer una carambola a dos bandas largas que recorrieron la mesa de lado a lado. (...)
La pregunta, que el duque de Sesto había considerado inofensiva, se clavó en el pecho del rey como un cuchillo de caza de los que solía llevar en la solapa de la chaqueta cuando iba al campo.
–Sí, alguno vi. –Se inclinó para tirar, pero negó con la cabeza y se irguió de nuevo, irascible–. ¿Vas a preguntarme por ella?
–Solo en caso de que vos queráis que lo haga.
–Perdona, Pepe. –Se pasó la mano por la frente y se sentó en el borde de madera de la mesa–. Ya no hace falta, Elena no volverá.
–¿Y vos qué queréis, señor? –Alcañices le indicó con la cabeza que una bola esperaba ser golpeada.
Alfonso se levantó y procedió. El taco se le resbaló y la bola blanca no llegó tan siquiera a tocar la primera de las rojas.
–Yo no puedo ofrecerle otro palacio que Riofrío.
–Entiendo, señor. –El duque de Sesto tiró sin mucho afán, haciendo carambola de todos modos. Hacía rato que no se molestaba en cambiar el marcador.
–¿Sabes, Pepe? Hasta llegué a ilusionarme con que tuviéramos los hijos que no pudo darme Mercedes. Fíjate. Como dice Cánovas, la tontería debería ser delito.
–Desde luego, señor, lo más razonable es quitaros esa idea de la cabeza y aconsejaros que volváis a contraer matrimonio con alguna heredera extranjera que beneficie a las relaciones con España, como la princesa Estefanía de Bélgica.
–El buen tiempo lo cura todo, supongo. –El rey sabía que su fiel consejero le hablaría en esos términos, que no eran sino la réplica de los que él tenía perfectamente asimilados. Pero el hecho de que se lo recordaran le puso de mal humor, por lo que se acercó al armario para devolver su taco. Se volvió antes de hacerlo al escuchar que el duque de Sesto proseguía–: Ella es una tiple y no tiene sangre real ni aristócrata, por lo que el matrimonio es imposible. –Alfonso guardó el taco y cerró fuertemente la puerta como respuesta–. A no ser... –El impacto del golpe final a tres bandas de Sesto frenó un nuevo arranque de tos del rey. Se acercó a él y guardó también el taco en el mueble. Lo cerró con suavidad y le miró con firmeza–: Que Elena sea hija mía.
En la tarde de fin de año, después de comer, Elena Sanz revolvía todo su armario para escoger el vestido apropiado: cenaría con su hijo en casa y después asistiría a una fiesta benéfica en Madrid para cantar en favor de los indigentes. Se decantó por uno negro repleto de pedrería que nacía en el escote y recorría la parte delantera del vestido. Dejó indicaciones de que lo plancharan y salió al salón para leer los montones de felicitaciones que le habían enviado al Teatro Real amigos y admiradores. Dejó las tarjetas de los familiares, los únicos que conocían la dirección de su hogar, para el final. Detectó un billete entre ellas y tocó la campanilla para llamar al servicio.
–¿Cuándo ha llegado esto?– preguntó.
–Esta mañana, señora, y lo hemos añadido al montón de felicitaciones– sonrió el interpelado.
El sobre le resultó familiar. Lo abrió e inmediatamente identificó la letra: «Querida Elena, me gustaría verte hoy, quiero hablarte. Dime a qué hora puedo pasar a recogerte. Si no pudieras, os deseo un feliz año a ti y al pequeño Jorge. Tuyo, A.». El corazón de la cantante se disparó. No la había olvidado. Le respondió con distancia que a las siete podrían encontrarse.
(...)
Al poco tiempo, el cascabeleo de los caballos anunció la berlina real. El cochero tiró de las riendas al llegar al número que le habían indicado y detectó la presencia de Elena con la misma mirada mecánica con la que hubiera observado brotar en el cuerpo de santa Teresita del Niño Jesús los estigmas sangrantes con los que revivía cada fin de semana la pasión de Cristo. Descendió del carruaje, abrió la puerta, y se colocó a su lado en actitud respetuosa.
Elena intuyó la débil sombra del rey en el otro extremo del coche, iluminado por las ráfagas de las lámparas de las berlinas que se cruzaban.
Con ademán resuelto, la cantante entró en el carruaje y se sentó a su lado, pero solo se decidió a mirarle cuando empezaron a moverse. La actitud de Alfonso era cálida y segura.
–¿Adónde vamos?– preguntó ella, en tensión.
–A ningún sitio en concreto. –El monarca iba vestido con un frac negro. Miró por la ventana y siguió con el dedo las imágenes que aparecían y desaparecían fugazmente tras el cristal–. Al fin y al cabo, el viento nos llevará, como a las palabras que pronunciemos ahora, como a este paisaje que desaparece según avanzamos – concluyó, afectadamente.
La diva rio.
–La lírica nunca ha sido tu fuerte, Alfonso.
Él sonrió discretamente.
–No podremos estar mucho tiempo, hace demasiado frío esta noche como para que el cochero esté a la intemperie.
–Tienes razón, Elena. Tu manía de pensar siempre en los demás me facilitará mucho las cosas para que vuelvas a mí.
Ocurrencia que la tiple no quiso reconocer. Guardó silencio.
–Me están apremiando para que vuelva a casarme. Con una heredera extranjera, ya sabes... Conveniencias estratégicas entre naciones.
–¿Y de qué país te has enamorado?– se burló.
Alfonso le cogió la mano y la apretó.
–De uno que quiere recluirse y no entrar en el juego.
–No te conviene. Desecha la idea– respondió ella tajante, sin retirar su mano.
–No puedo, tiene demasiada riqueza en su tierra como para resistirse. –El rey abrió un botón del abrigo de la diva y acarició su escote.
Elena se estremeció, pero bajó la cabeza cuando el monarca se acercó a besarla.
–No. Esta situación va a volverme loca.
–Lo sé. Y estoy dispuesto a intentar cambiarla.
–¿Cómo? – preguntó ella, la voz entrecortada.
–Casándome contigo.
–¿Conmigo?
–Contigo. –El rey apretó aún más la mano de la cantante, mirándola fijamente a los ojos.(...)– Pero eso es imposible, Alfonso. No te dejarán. Además, no tengo linaje. El único apellido que puedo ofrecer aparte del mío es el de un hijo ilegítimo.
El rey colocó un dedo sobre sus labios para callarla.
–Déjame a mí. Tú solo tendrás que hacer una cosa, Elena.
–Lo que me pidas, Alfonso. –La Niña de Leganés le sonrió con lágrimas en los ojos.
–Tendrás que dejar los escenarios.
La diva se sorprendió a sí misma respondiendo de inmediato y con aplomo:
–Lo haré.
El rey corrió las cortinas de terciopelo rojo del carruaje para tener intimidad antes de besarla (...)

Ficha

«La favorita»
Aurora García Mateache
La esfera de los libros
384 páginas, 23,90 euros

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