John Le Carré insiste contra el Brexit
Resumiendo, John le Carré vuelve al pasado, a los viejos tiempos de la Guerra Fría y los espías que se congelaban en Berlín oriental, aquellos que volvieron del frío, como George Smiley, traficando con información reservada, entre traidores y agentes dobles. El lector no ha de saber mucho más. Bastante embrolladas son las tramas de Le Carré, con personajes ambiguos que ilustran con su comportamiento enfermizo algunas grandes cuestiones morales de nuestro tiempo. Un viejo y escurridizo George Smiley le confiesa a su pupilo Peter Guillam: «Cuando llegamos a una edad provecta, los viejos espías nos ponemos a buscar las grandes verdades».
John le Carré es el autor inglés que mejor ha retratado el mundo de los espías del MI6, la CIA y el KGB. Y lo ha hecho con un estilo realista y seco, tan próximo al John Buchan de «Ipcres» como opuesto a las fantasías coloristas del Ian Fleming de James Bond. Lo suyo es mostrar la complejidad del espionaje mezclado con las mentiras que adornan al ser humano cuando trata de engañarnos y engañarse; siguiendo al maestro indiscutible Graham Greene, que, como todos ellos, fue espía al servicio de su Majestad.
En su autobiografía, John le Carré estableció la regla número uno de la Guerra Fría: «Nada, absolutamente nada es lo que parece. Todo tiene una segunda intención, cuando no una tercera». Y es en este nivel del laberinto paranoico donde se establecen las relaciones de los distintos actores que protagonizan las novelas de John le Carré. Muy especialmente su última revisión crepuscular del mundo de George Smiley, el Muro de Berlín, el espionaje de los dos bloques, el capitalista y el soviético, y los desgarros personales de aquel enfrentamiento, tan bien reflejados en sus novelas.
En carne viva
El autor de «El topo» vuelve a mirar al pasado en su senectud –acaba de cumplir 86 años– y retoma algunos sucesos trágicos ocurridos en los 60 y 70. Unas denuncias que reavivan asuntos todavía en carne viva para los espías retirados, cuestiones morales, vitales y hasta amorosas que una indagación gubernamental trata de esclarecer, ajena a las vicisitudes de aquellos años de plomo y engaños mutuos.
Los informes siguen activos pero la verdad no está en ellos, cifrados y convenientemente amañados para que esa verdad quede oculta. La farragosa lectura de los legajos polvorientos será completada por el recuerdo vívido del protagonista, Peter Guillam, homólogo del autor por edad y conocimientos, como un rompecabezas en el que de forma meticulosa va aflorando esa verdad a medias, la culpabilidad y la desazón moral de unos actos que hacen saltar por los aires el proceso mismo del espionaje y sus métodos tan poco ortodoxos como de una cobardía despreciable.
Para le Carré, volver al mundo de «El espía que surgió del frío», obra que lo consagró en el género de espías, es un ejercicio doloroso. Desempolvar la tragedia de Alec Leamas, el amor perdido de Peter Guillam, y el escurridizo George Smiley, cuyo parecido con Kim Philby sigue insinuándose como su carácter perverso.
Burócratas
En los últimos años, le Carré ha publicado una singular autobiografía, «Volar en círculos», en la que insiste en su deplorable visión del Gobierno y ataca directamente la burocracia y la torpeza de las autoridades inglesas de Exteriores. En ella despotrica del mundo del espionaje que existió durante la Guerra Fría, se queja del despropósito y la falta de pro-fesionalidad de los burócratas y funcionarios del MI6, la CIA o el KGB, un descontrol que permite entender la cantidad de espías dobles y mentirosos patológicos que reclutan los servicios secretos internacionales. Sin embargo, como expresa George Smiley al final de la novela, lo que subyace en el fondo de esta singular profesión, en particular durante los años más conflictivos de la Guerra Fría, es la busca del porqué de esa confrontación entre Occidente y la URSS: «¿O lo hicimos tal vez en nombre del grandioso capitalismo? Espero que no. ¿O de la cristiandad? ¡Dios no lo quiera! Entonces, ¿fue todo por Inglaterra?».
Aquí emerge el nihilismo del novelista, su cuestionamiento de la autoridad, la inutilidad de las pasiones juveniles, henchidas de patriotismo, y el miedo al capitalismo, que para la izquierda era sinónimo de fascismo. Una visión desencantada del ayer, cuando luchar contra el totalitarismo comunista era una obligación de las democracias liberales. En cambio, su profesión de fe europeísta es la mejor conclusión del discurso anti brexit de Smiley: «Yo soy europeo, Peter. Si he tenido un ideal inalcanzable, ha sido el sacar a Europa de su oscuridad para llevarla a una nueva edad de la razón. Todavía lo tengo». Este es el mejor resumen de «El legado de los espías».