La vida masoquista de la mujer del marqués de Sade
Gérard Badou escribe la semblanza de Renée Pélagie, la resignada esposa de Donatien Alphonse. Una vida triste, abnegada y llena de humillaciones de la que ella sólo pudo escapar en su vejez
En 1774, Renée Pélagie había cumplido 32 años y ya no era la muchacha que unos años antes describían las crónicas de su época: una joven de «rostro ligeramente redondeado, atractiva banalidad, caballos castaños y rizados, rasgos regulares, nariz ligeramente respingona y labios finos». Desde que había contraído matrimonio con su célebre marido en 1763, su vida había cambiado de manera radical, y ya nada quedaba en ella de esa chica tímida, de gustos sencillos y modales recatados, pero que no había renunciado a su coquetería. Había aprendido a leer en los libros de los santos y sentía una sincera emoción ante el entregado sacrificio del que hacían gala los mártires. Esas semblanzas le enseñarían, entonces, el valor de la abnegación, la fuerza de la fe y el reconocimiento de la lealtad. En definitiva, aún era una cándida niña sin apenas realidad en su corta semblanza. Sin embargo, en ese instante, cuando llegaba en un carruaje al castillo de Les Cotes, había engordado y su silueta ya no era la misma de antes, aunque todavía le quedara algo de su carácter presumido. Tampoco conservaba en su conciencia la ensoñaciones de esa niña ingenua que aspiraba a entrar en una familia noble, de gran señorío, fama respetable y fundar una familia ejemplar. En definitiva, la aspiración que le había inculcado su orgullosa madre desde su niñez. Su progenitora se había preocupado de que recibiera una buena educación que, junto a una respetable dote de 300.000 libras, compensara su evidente falta de encantos. Pero todas esas aspiraciones y planes se truncaron en el que debía ser el día más feliz de su vida. Llegó al altar sin conocer quién era su marido, Donatien Alphonse, marqués de Sade. Cuando ella ultimaba los retoques de su traje de novia, desconocía que su futuro marido yacía en la cama por un principio de tuberculosis y una gonorrea que le había pasado su última amante: Laure Victoire de Lauris, una hermosa vecina que tuvo en Vac-queyras. Su enlace no podía resultar más desafortunado. Era un vano intento de unir por siempre las virtudes del alma con los vicios y las corrupciones de la carne. Ella cayó enamorada de su pareja, un joven de ojos azules, seductor, de gran labia y temperamento fogoso. No reparó que los halagos y promesas de su amante eran falsos y que, por ese matrimonio de conveniencia, él había renunciado a su amor, Laure, «mi Julie». Eso no evitó que «disfrutara a costa de su joven esposa imponiéndole todas sus fantasías lúbricas. Ella se somete con conciencia, sin imaginar que las prácticas sexuales que prefiere su marido, básicamente sodomitas, se apartan abiertamente de la ortodoxia conyugal», comenta Gérard Badou en la semblanza que dedica a Renée Pélagie que ahora publica Ediciones del subsuelo.
«Encuentros galantes»
No resulta descabellado pensar que la joven quedara deslumbrada por los juegos de amor de su esposo. Lo que no podría imaginar, ni remotamente, eran las leyendas sombrías que ya corrían sobre el marqués de Sade. Ya en esos primeros meses de convivencia, Donatien alquiló una casa para mantener «encuentros galantes» con prostitutas. A él siempre le gustaría esta duplicidad. Gozaría con ella. Ella no descubriría la realidad. Ni siquiera cuando él fue detenido y encerrado en Vincennes acusado por secuestrar a una joven embarazada, Jeanne Testard. «En una habitación abarrotada de libros y decorada con imágenes piadosas, crucifijos y grabados obscenos, habría obligado a su víctima a realizar actos sacrílegos profanando imágenes santas». El marqués de Sade obligó a esa chica, bajo amenaza de muerte, a fustigarse. Renée no se enteró. Tampoco de que su reciente marido, después de recuperar la libertad, pasaba gran parte de su tiempo con una antigua criada de un cirujano que tenía mucho éxito como cortesana. ¿Por qué no quería verlo? «Sade se ha dejado llevar con ella al juego del amor, encandilándola con su ingenio, su alegría, la pasión por el teatro y por las proezas eróticas en las que la ha iniciado». Su mujer se ha creído amada, pero en el fondo, el marqués, mezquino, egoísta y perverso, le ha dado todo eso para después retirárselo en venganza por haber tenido que dejar a Laure. Donatien, infatigable, empezaría una relación con una cantante de ópera y, después, arrastró a una pobre que le pedía limosna hasta su nuevo refugio de soltero: allí la obliga a desnudarse y la ultraja. «Los actos violentos que Sade cometió son desconcertantes. Tras azotar a su prisionera, le hace una serie de cortes en la piel con una navaja. Después derrama cera caliente sobre las heridas sanguinolentas y abandona allí a la infeliz». La chica escaparía y lo denunciaría a la policía. Ese caso, junto a las deudas que le acosaban, llevarían a Sade a la cárcel. Renée no pudo eludir otros escándalos, como una orgía en Marsella, que incluyó «flagelaciones recíprocas, masturbaciones, felaciones, coitos diversos, sodomía activa y pasiva»... y, también, unas grageas de cantárida, un afrodisíaco que casi les cuesta la vida a dos prostitutas invitadas a la fiesta. Ella soportó eso y mucho más, como la seducción y romance que el marqués de Sade tuvo con su hermana menor, una joven devota a la que desvirgó en el tálamo de su matrimonio y con la que llegó a irse de viaje, presentándola en las ciudades como su mujer.
Nada de esto, ni tampoco otras humillaciones y mofas que le dedicaba su marido (que no sentía ninguna clase de respeto hacia las creencias religiosas de su esposa y su admiración), evitó que Renée tuviera con él tres hijos. La sumisión y lealtad que ella mantuvo hacia su marido raya en lo inverosímil. En uno de los retiros que mantuvieron, incluso consintió que él arrastrara hasta allí a un grupo de jóvenes. A cinco muchachas que una «madame» le había proporcionado en una ciudad cercana. Renée, resignada ante las infidelidades, permitió que él mantuviera relaciones sexuales con otras mujeres en las dependencias de su hogar, que Donatien no tardó en convertir en un auténtico laboratorio de perversidades destinado a saciar sus sueños eróticos. Su mujer, incluso, mantenía conversaciones con algunas de estas amantes fugaces que acudían de visita nocturna a su castillo, que, enseguida, se hizo famoso en la zona por sus diversiones nocturnas. A pesar del menosprecio que el marqués de Sade sintió siempre hacia su pareja (y una de sus hijas, a la que tildaba de ser una de las mujeres más feas que había visto), Renée siempre acudió en su ayuda. Cuando a él le faltaban las fuerzas, ella reunía una gran fortaleza, se presentaba en las prisiones donde permanecía preso (incluso se disfrazó de hombre para ayudarle), buscaba favores en las altas esferas para que recobrara la libertad y le proporcionaba todo lo que necesitaba –más bien lo que él requería con una gran dosis de soberbia– para que su esposo estuviera cómodo en su encierro. Así llegaban a las manos del marqués ropa, libros, bálsamos para sus hemorroides o el papel que requería para escribir obras que le hicieron inmortal.
La falta de lealtad, lo peor
Al final desfalleció. Renée Pélagie no aguantó la peor ofensa que le pudo dedicar su marido, el marqués de Sade: la acusó de no ser leal. Fue el inicio de su ruptura. Esta mujer, que lo había dado todo por su esposo, que le había sacado de tantas cárceles y le había asistido en los instantes más difíciles de su vida, decidió, por fin, separarse de él. Sus últimos días los pasó apartada, recordando su infancia. Cuando murió, Donatien no sintió nada. Ni siquiera mencionó su muerte en sus cartas. Le daba lo mismo. Ahora vivía con otra mujer, con la bella Constance Quesnet.
Amor a través de las rejas
El marqués de Sade pasó gran parte de su vida en una prisión. Su mujer, Rénee Pélagie, siempre le asistió en esos trances y le procuró lo que necesitaba para que continuara desarrollando su carrera literaria pero, también, para que pudiera satisfacer su fogosidad en solitario. Donatien llegó a pedirle a su esposa objetos diversos para poder sodomizarse en las celdas y satisfacer sus impulsos. En este periplo de prisiones, llegó a caer en la Bastilla (cuando fue asaltada en 1789, los revolucionarios destruyeron sus manuscritos) y, durante su encierro casi llegó a ser decapitado. Se salvó porque Robespierre subió al cadalso un día antes que él.