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Peón planetario

larazon

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Como Juan L. Ortiz o su amigo Enrique Molina (autor de «La vida prenatal»), Francisco Madariaga (Buenos Aires, 1927-2000) pertenece a una rara saga de poetas argentinos que, aun fraguados en la expansión cosmopolita de la capital y atentos a los ismos europeos, a mediados del XX dirigen su mirada, telúrica y (micro) cósmica, a la estrellada llanura inmensa del campo austral. Se llama a sí mismo «peón del planeta» o, más hermoso rótulo, «criollo del universo», el título de uno de sus últimos poemarios, cabalmente escogido para esta su primera gran antología en España. Entre un invencionismo indigenista y un surrealismo atávico y agropecuario con ecos que parecen traducidos del guaraní –conocido desde sus niñez en la provincia de Corrientes–, su poesía es un caso formidable para entender los autónomos derroteros del barroquismo y las vanguardias latinoamericanos. «Nuestra realidad, con sus excesos, ya cumple con la rebelión que los europeos deben acometer con sus ataques al racionalismo. Para mí, el surrealismo no fue protesta, sino celebración», explica. En «el tren casi fluvial» de su poesía –otro título emblemático–, el paisaje se acota y sacraliza a través de una mórbida simbología. Desde el estero observa cómo «el hada sexual de la naturaleza» es cortejada por los rudos gauchos. Un poeta sin concesiones que celebra «la ferocidad joyal de las palmeras». Madariaga tiene él mismo vigor y sigilo que su aserto: «Los caballos nacen para amar secretamente como las madrugadas».