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«Postdata»: un homenaje a la carta

larazon

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Han roto parejas y han avivado la llama de la pasión; han comunicado muertes, nacimientos y contratos.... Han sido hilo conductor de sabiduría, testimonio histórico o el ensayo de futuras obras literarias. A través de ellas se han desvelado secretos familiares y recibido herencias. Aliviaron estancias en el frente, delataron infidelidades, traiciones políticas y secretos de Estado. Algunas fueron anónimas, pero la mayoría tenía un ansiado remitente. Cartas de amor, de condolencia, escritas con tinta invisible, censuradas, de amonestaciones, de agradecimiento, incluso las terroríficas misivas en cadena... Desde aquella que no fue escrita por el Bartleby de Melville que «prefirió no hacerlo», a la «viral» de Lutero, en tanto que sus «95 tesis» al poco de ser clavadas en la Iglesia de Wittenberg corrían como la pólvora por toda Europa. A ese papel escrito con finalidades distintas, remitentes y destinatarios de lo más diverso y gramática privativa, que llamamos carta, está dirigido este libro. A mano primero, a máquina después. Pensada, guardada, dictada, elaborada por un profesional... Siempre en viaje por medio de algún transporte; con lacre o sello adhesivo. Independientemente de su contenido, lo plasmado sobre el papel es un reflejo de nuestro estado emocional así como de nuestros intereses; tanto por lo que dice como por cuan-to silencia. Por todo ello, al moribundo arte de escribir cartas –desde la antigua Roma a las maravillas y los horrores del e-mail–, dedica Simon Garfield estas páginas, que son una oda a dos mil años de palabras enviadas, perdidas, rasgadas, subastadas, coleccionadas e incluso publicadas.
Pocas cosas emocionan tanto e incluso pueden modificar el curso de una vida como una carta... Pese a su reiterada utilización y la cantidad de manuales publicados sobre la práctica de su escritura, lo cierto es que desde 1969 se están diluyendo a consecuencia de la implementación de los correos electrónicos, whatsapps o tuits. Esto marca una brecha cultural tan enorme que, en el futuro, los historiadores podrían dividir el tiempo de los seres humanos, no sólo entre antes y después de Cristo, sino entre las épocas en las que escribíamos epístolas y cuando dejamos de hacerlo. Su futuro parece sombrío y es difícil no culpar a los medios intrusivos: «Los correos electrónicos son un codazo, pero las letras son una caricia», escribe Garfield.... Y, por desgracia, vivimos en una cultura en la que nuestro sistema nervioso aguanta más codazos que caricias.
La correspondencia de hoy nada tiene que ver con «Cartas a Abelardo», de Eloísa, las epístolas de San Pablo, los panfletos de John Milton a Thomas Paine, las misivas subidas de tono entre Anais Nin y Henry Miller o la decepción hecha palabra entre Napoleón con su amada Josefina, que terminaría con una carta enviada en 1811. Ni siquiera con la descripción que hizo Plinio el Joven sobre la erupción del Vesubio en el año 79 d, C, único documento de la época que «preservó en palabras lo que el volcán conserva bajo la ceniza». En medio, todo un abanico de seres ilustres nos recuerdan que ya no nos servimos de igual modo de la correspondencia: Enrique VIII y Ana Bolena, Ted Hughes, Jack Kerouac, un Leonard Woolf devastado por el suicidio de su esposa Virginia, o Emily Dickinson sirviéndose del soporte postal como si de un club de libro se tratara, al tiempo que indagaba sobre sus capacidades como poeta...
El primer sello adhesivo
El declive de la escritura de cartas, no obstante, es anterior a internet. Para muchos, se inició en 1840, «con el primer sello adhesivo», pues, a partir de ese momento, se produciría un abaratamiento del arte de la escritura sumado a las nuevas tecnologías: el telégrafo, el teléfono, la máquina de escribir, el tren.... ¿Qué espacio le quedaba al arte de la misiva en medio de tanta inmediatez? Por ello, el autor abunda en la celebración de tiempos pasados: la belleza epistolar de Cicerón con Ático como destinatario – «acerca de las inclinaciones de los líderes, los vicios de los comandantes y las revoluciones estatales»–, las excentricidades de Oscar Wilde, que escribía cartas para tirarlas por la ventana con la convicción de que un transeúnte las depositaría en el correo... Dos mil años de epístolas informales, solemnes, íntimas, eruditas, alambicadas, picantes o terriblemente apasionadas. Tiene una mención especial la correspondencia de personajes anónimos como verdaderos protagonistas capaces de elevar el género a una de las bellas artes. Su cotidianidad y sus emociones enternecen y dotan de veracidad a este volumen. Intercaladas entre capítulos, aparecen las cartas de dos amantes separados durante la Segunda Guerra Mundial llamados Chris Barker y Bessie Moore... Que fueron conociéndose, letra a letra y verbo a verbo, desde la distancia; él servía en el ejército británico y ella abandonaba el estatus de amiga para convertirse en algo más; en mucho más.
Pálido futuro
La pasión epistolar de Garfield resulta contagiosa porque nos ofrece una esperanza para la carta como una forma de comunicación y arte, al tiempo que deja claro el instinto del ser humano para compartir, discutir y transmitir sus sentimientos más profundos. Celebra su escritura pero no lamenta su declive. Su predicamento contra el correo electrónico no nos inspira a optar por la oficina postal antes que por los píxeles, aunque nuestro corazón se detenga a meditarlo... El pasado y el presente están en esta deliciosa cronología, unidos entre sí, aunque se le augure al género un pálido futuro... Mi muy querido Simon Garfield, por la presente deseo agradecerle estas deliciosas páginas que despiertan el deseo de concederles una nueva oportunidad al papel y al sobre. Espero que al recibo de la misma se encuentre con ánimo de abordar nuevos proyectos que, intuyo, tendrán el mismo rigor que este libro. Sin otro ánimo que el de desearle suerte y mostrarle mi más profundo agradecimiento, se despide suya, afectísima.