Puñalada a la política argentina
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La mejor manera de salir del embrujo posmoderno de la novela negra es caer de lleno en ella. Conocer su escritura y perderse hasta encontrar una salida literaria que aúne los recursos del género y los renueve buscando esos puntos de confluencia que la literatura popular anuda en ella: la novela de espías, la intriga policiaca, el sicario, la mujer fatal y una trama oscura que además de lógica sea desquiciante, como las peripecias que se enredan sobre sí mismas en un monólogo obsesivo y cruel. Todos los elementos precisos están en «El puñal», de Jorge Fernández Díaz, y están manejados con la pericia de quien sabe combinarlos con destreza y brutalidad. Un mundo repleto de individuos desalmados, como el guardaespaldas violento y atormentado que acaba mostrando débilmente una llama de humanidad, imprescindible para identificarse el lector.
La tradición del hombre duro como Remil está suficientemente marcada en la historia del género. El amor sobrevenido por la mujer fatal que debe proteger está en Gilda y en todas las embrujadoras. Su pasión prohibida es el acicate que hace de esa relación aparentemente impersonal una tragedia de dimensiones imprevisibles. Otro asunto es el necesario vuelco que Jorge Fernández Díaz procura dar a la relación que entablan Nuria y Remil para salir del tópico establecido y desnudar la urgencia de la pasión sexual que sienten. Un amor cómplice que no logra decir su nombre hasta que el guardaespaldas debe enfrentarse a la fantasía que encubre toda ficción.
Excesos del autor
Aquí es donde el autor va levantando con sutileza sus cartas: lo imaginario que toda ficción encierra y que cobra sentido mediante el relato literario. Lo accesorio de la fascinación ya está en el género, pero lo esencial lo consigue el autor con un desasosegante thriller político en el que el narrador-héroe, en primera persona y en presente, permite al lector entrar en su cabeza, lugar de la peripecia general, soñada y vivida al mismo tiempo. Hay en esta excesiva novela una fuerza narrativa y un arrojo temerarios que la hacen tan sin-gular como atractiva. Se pierde en todos los excesos y verbosidades y cae en los típicos lugares comunes y juegos sentimentales pop, pero consigue remozarlos con la rotundidad de sus protagonistas, como salidos de una pesadilla de James M. Cain, y un ritmo trepidante. Los secundarios hacen de telón de fondo de una intriga de narcotraficantes elevada a papel pintado de un mundo de espías en la que políticos, policías y jueces chapotean en un narco-estado global perfecto para que la historia criminal tome cuerpo.
El eje central son los dos protagonistas y su amor-pasión escenificada con la dialéctica del amo y el esclavo. Ambos llegan a encarnar a esos entes de ficción heridos que atrapan y enredan al lector con sus desplantes y porfías. Como ese deseo lacaniano que no tiene objeto pero sí tientos y encontronazos físicos. Porque de lo que trata Jorge Fernández Díaz en «El puñal» es de la seducción interna del relato que consigue seducir al lector. Al final, es un cuento de corrupción política y deseo malsano que desvela sus tripas y el desencanto que queda cuando los puntos de sutura muestran al lector la evidencia del desgarro.