Un error de novato
«Todos los periodistas son incansables “voyeurs” que ven los defectos del mundo, las imperfecciones de la gente y los lugares», escribió Gay Talese en «El reino y el poder» (1969), un texto en el que desmenuzaba con pelos y señales los entresijos del mundo periodístico y, en especial, de un diario como «The New York Times». Cincuenta años después, no sólo puede confirmar esa frase, sino también añadir algo que, para todo profesional de este medio, es una obligación: no confiar nunca, jamás, en una sola fuente. «El motel del voyeur», último trabajo de este «maestro del periodismo» (según la faja que acompaña la edición en castellano), relata la historia de Gerald Foos, que fue dueño de uno, y durante años se dedicó a espiar el comportamiento sexual de sus clientes y anotar todo lo que hacían. Desde la publicación de un anticipo en «The New Yorker» en abril de 2016, el libro (editado en Estados Unidos el pasado mes de julio) no ha hecho, sin embargo, más que generar una polémica alrededor de la ética del periodismo, pues se cuentan hechos escabrosos que Talese, según algunos, debería haber denunciado. Hechos escabrosos, por otro lado, que fueron fruto, quizá, de la imaginación de una única y poco confiable fuente: el mirón.
Talese se encontró con el germen de lo que sería «El motel del voyeur» en enero de 1980, cuando recibió una carta desde Colorado firmada por un tal Gerald Foos, el dueño de un motel de veintiuna habitaciones que había decidido ponerse en contacto con él para confiarle un secreto. Era «voyeur», y había instalado en los conductos de ventilacióndel edificio, una «plataforma de observación» desde donde espiaba a sus clientes. El motivo, no obstante, iba más allá de satisfacer su apetito sexual, pues Foos también analizaba, examinaba y tomaba nota de lo que hacían en las habitaciones que él mismo había acondicionado para poder espiar sin ser descubierto.
Un hombre corriente
La historia despertó la curiosidad de Talese, que por entonces estaba a punto de publicar «La mujer de tu prójimo», su obra maestra sobre la liberación sexual en Estados Unidos. Así que en cuanto pudo viajó a Colorado y conoció a un hombre que «se parecía al menos a la mitad de los hombres con los que había viajado en clase preferente». Foos rondaba los cuarenta y cinco, estaba casado con Donna (quien lo había ayudado a instalar la «plataforma de observación» y animado a que tomara notas) y tenía dos hijos. Era «voyeur» desde muy joven, le confió a Talese, pero en 1966, al comprar el motel, pasó de ser un «amateur» a un profesional y se convirtió, dice Talese, en su «“voyeur” residente».
Más allá de que la historia le interesaba como material periodístico, Talese supo que no podría escribir sobre ella ni, mucho menos, publicarla, ya que como autor de no ficción tenía la obligación de utilizar nombres auténticos. Aun así, firmó un pacto de confidencialidad con Foos, quien, durante los años siguientes, le envió sus notas, que comenzaban a mediados de los años sesenta y acabaron a finales de los ochenta, y en las que, además de registrar todo lo que veía (robos, tríos, incestos, encuentros homosexuales, violaciones, sexo en grupo, incluso asesinatos), Foos hacía un examen minucioso de todo lo que pasaba. No lo hacía, sin embargo, «como un “voyeur” trastornado», sino «por pura curiosidad ilimitada por la gente».
En 1993, cuando empezó a colaborar en «The New Yorker», Talese pensó en la posibilidad de publicar la historia, pero como Foos aún no estaba dispuesto a salir del anonimato, la idea no prosperó. Dos años más tarde, finalmente, vendió su motel, se casó con otra mujer y se dedicó a coleccionar objetos deportivos como bolas de béisbol autografiadas. Hasta que un día de primavera de 2013 llamó a Talese y le dijo que ya estaba preparado para que lo que le había contado se hiciera público.
Menor en comparación con sus obras maestras («Honrarás a tu padre», por ejemplo), «El motel del voyeur» es un libro que promete mucho más de lo que ofrece: una historia atractiva en manos de este «maestro del periodismo» que a sus ochenta y cuatro años mantiene su prosa tan elegante como precisa. El resultado, sin embargo, es otro: una selección de las notas tomadas por Foos sobre las relaciones sexuales de sus clientes, relaciones que tienen poco de erótico y que se corresponden más con los apuntes de un entomólogo que con la mirada aviesa de un «voyeur». El libro, de todos modos, es el relato de Talese sobre Foos, las informaciones que aporta sobre su vida y su infancia (aunque no consigue captarlo en profundidad) y dos detalles sobre los que se ha centrado la polémica en EE UU: la descripción de un asesinato cometido en el motel y que Talese no denunció por fidelidad al contrato de confidencialidad (y sobre el que, por otra parte, no encontró nada en los archivos policiales) y que Foos no compró el hotel en 1966 sino en 1969, hecho que Talese atribuyó a un simple error («The Washington Post» descubrió hace poco que incluso vendió el edificio en 1980 y lo compró de nuevo ocho años después) y no a la imaginación de alguien que le contó una historia veraz de sexo y «voyeurs» y que se convirtió en su única, poco confiable, fuente.