Yo hago trampas al solitario
De los cinco autores vivos más importantes de la literatura en lengua inglesa, sólo uno, J. M. Coetzee, no es estadounidense. Los otros cuatro (Pynchon, McCarthy, Roth y DeLillo) sí lo son, y una única cosa comparte Coetzee con el último: la visión humanista del arte en la que el rigor técnico está al servicio de la gratificación estética. Pero el del Bronx, además, lleva décadas investigando acerca de lo que significa el oficio de novelar en esta nueva era, una profundidad que se da en muy pocos otros escritores. Su magnífico corpus narrativo incluye varias obras destinadas a la posteridad: «Los nombres», «Ruido de fondo», «Libra» y «Submundo», sin duda, su obra maestra. Una frase de Artaud, podría resumir su trayectoria: «Mientras no hayamos logrado suprimir ninguna de las causas de la desesperación humana no tendremos derecho a tratar de suprimir los medios por los cuales el hombre intenta liberarse de esa desesperación». Por todo lo mencionado no es de extrañar que recibiese la Medalla del National Book Award por su contribución a las letras estadounidenses. Méritos más altos merece.
Su nuevo libro es una suerte de contrapartida de «Ruido de fondo». No es futurista, no es ciencia ficción, ni distopía, ni ucronía, sino pura y dura ficción metafísica que ofrece lo que se nos prometía: sus grandes obsesiones. Terrorismo, hambrunas, desastres naturales, pulsión por la extinción... y las contrapone a la celebración de la vida. El padre de Jeffrey Lockhart, Ross, es un millonario al estilo Soros, cuya mujer tiene graves problemas de salud. Es el inversor principal de un complejo remoto donde se controla la muerte y los cuerpos se conservan hasta que, pasado un tiempo, la tecnología pueda rescatarlos. En este peregrino lugar, Ross se despide de su esposa con la esperanza de reencontrarse con ella en un futuro no muy lejano, pero su hijo está en total desacuerdo, pues, para él, sólo merece la pena vivir «unido a las maravillas de nuestro tiempo, aquí, en la Tierra».
Jugar a ser dioses
De nuevo, el declarado discípulo de Joyce no cree en hombres jugando a ser dioses. Pero el gran acierto de la trama es cómo el autor indaga en las formas en que la ciencia y la religión friccionan y concurren en un mundo que teme la guerra, el suicidio, las contiendas, los terremotos e incluso los cultos sanguinarios... y sólo confía en encontrar la salvación en la tecnología.
La suya es una voz sin amo. Sacude y trastorna su gélida palabra, su precisión narrativa, su cartografía del dolor. Su lírica, de su exactitud quirúrgica que se abre paso cual rompehielos noruego en lo más crudo del crudo invierno oceánico, parte de una zona distinta a la experiencia.
No sabemos si cree o no en la especie humana porque siempre la desmitifica, pero deseamos creer que sí. Su escritura pasa por concebir frases, arrancándolas, una a una, del veneno del idioma; un forcejeo que debe ser feroz porque no hay duda de que se juega el pellejo en cada página y apostaría a que podría inmolarse en el altar de Odín por lograr el párrafo exacto. Más que nunca, DeLillo se nos muestra como un perfecto muñidor de la maldad de los buenos y la bondad de los malos así como nos desvela los eternos temores humanos. Pero lo que resulta inquietante es su obsesión por observar cómo el hombre se hace trampas al solitario. Ojalá se le acabe la mirada constante, la palabra precisa y el verbo perfecto egoístamente por el bien de la especie, aunque no así por el bien de la literatura. Necesitamos a Delillo, imperiosamente.