Falla-Salazar: Un diálogo musical por carta a cuatro manos
Un libro recoge el epistolario cruzado entre dos de las más destacadas personalidades en la historia de la música en nuestro país
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En 1914 se estrenaba en el Teatro de la Zarzuela de Madrid una obra destinada a marcar un antes y un después en la historia de la música en nuestro país. Ese día se presentaba ante el público «La vida breve», de Manuel de Falla. El compositor había vuelto de Francia después del estallido de la Primera Guerra Mundial. Con él traía todo lo que había aprendido durante siete años en París junto a Debussy, Ravel o Dukas, además de algunos de los músicos españoles que vivían en aquella ciudad, como Turina, Viñes y, sobre todo, Albéniz. El público aplaudió «La vida breve», entre ellos un joven de 25 años que vivía de su modesto trabajo en el cuerpo de telégrafos de Madrid, aunque sus aspiraciones eran de corte intelectual. Se llamaba Adolfo Salazar y fue uno de los más importantes musicólogos españoles del siglo pasado. Él se convirtió en el amigo y el aliado de Falla como lo demuestra el copioso epistolario que mantuvieron y que acaba de editar Publicaciones de la Residencia de Estudiantes y Publicaciones del Archivo Manuel de Falla bajo el cuidado de Consuelo Carredano.
«Manuel de Falla-Adolfo Salazar. Epistolario 1916-1944» recoge las 345 cartas conservadas y que arrojan nuevas luces sobre las dos personalidades. En este volumen acompañamos a un Manuel de Falla que busca un lugar en el que instalarse definitivamente para poder trabajar en silencio y poco a poco en la que debía ser su gran obra: el poema sinfónico «La Atlántida». La tranquilidad la encontrará en Granada donde se mudará al final en 1920 a un carmen en la calle Antequeruela Alta, no muy lejos de la Alhambra. Salazar continuará en Madrid, pero la comunicación pervivirá gracias al epistolario. Sin embargo, la comunicación se inicia antes, en 1916, cuando Salazar se había trasladado hasta San Sebastián para poder asistir a una representación de los míticos Ballets Rusos de Serge Diaghilev. Con la llegada de Falla a la ciudad nazarí será cuando las cartas pasen a incrementarse en número con abundante información sobre proyectos –algunos no materializados–, la vida cotidiana y los amigos comunes.
Tal y como explica Consuelo Carredano, responsable de esta cuidadísima edición, Falla y Salazar eran personalidades contrastantes. Se ha dicho que el autor de «El amor brujo» era, como dice Carredano en su introducción, hombre de personalidad «a veces extraña, obsesiva, meticulosa, además de austera y necesitada de soledad». Eso contrataba con un espíritu «alegre, irónico, confiado y natural», como demostró en su vida social en Granada, además de aceptando los juegos y las bromas de amigos como María Lejárraga o Federico García Lorca.
Por su parte, el musicólogo era, de nuevo en palabras de la editora de estas cartas, alguien que tenía un sentido del humor «más bien cáustico y como crítico, cuando no caía en sus pertinaces esencialismos, podía tener una visión bastante pesimista de las cosas y una pluma mordaz para sus adversarios, a quienes solía guardarles empecinada fidelidad».
Sin polémicas ni ofensas
Hay que decir que en el epistolario no entra en polémicas. Ambos son muy cuidadosos de ofender al otro. Por ejemplo, Falla era un hombre profundamente religioso, «un santo, un místico», como decía Lorca de él, hecho que lo diferenciaba de Salazar. El musicólogo evitó cuidadosamente no crear ningún tipo de polémicas a este respecto, con una excepción: una carta del 1 de febrero de 1930 en la que afirma que «creo que la culpa de todo la tiene la moral cristiana con su infernal soberbia disfrazada de humildad. Pero Jesucristo iba al templo con látigos». Falla contestó tres días más tarde indignado: «¿Es que se ha vuelto loco? De otro modo no podría explicarme la frescura con que me habla usted contra la moral cristiana sabiendo mi modo de pensar y de sentir. Para mí la moral cristiana es la “única verdad” que en moral existe». Falla concluía añadiendo que «estoy enfermo y no poca culpa tienen estas cosas».
Uno de los grandes nombres en este libro es quien fue el discípulo de Falla: Ernesto Halffter. Salazar pensaba que había que buscar a alguien que pudiera ser continuador de la obra del músico gaditano. Halffter fue el candidato perfecto, algo en lo que estuvo de acuerdo Falla tras conocerlo. El grado de preocupación por el futuro del músico lo encontramos en una carta del 31 de diciembre de 1923 en la que Salazar escribe que «lo peor es que Ernesto sigue teniendo en casa las historias de siempre. Su padre ídem, ídem, ídem. ¡Cuánta razón tiene Poincaré! No debería quedar uno. No sé cómo hacer [para] que este chico se marche a París. Es el único remedio y su única salvación como artista y como hombre. Allí creo que como acompañador [muy bueno] y pianista se podría ganar la vida y podría desarrollarse en aquel ambiente. Pero no sé cómo hacerle pasar la frontera. Lo más desesperante es que sea sólo español y nada más que español..., pero que aún no haya cumplido 19 años. [Los cumple el día 16]. ¡Dios proveerá!»
Al recibir estas líneas, Falla no tardó en responder apuntando que «me dice usted que no ve para Ernesto otra solución que París. A nadie le puede parecer mejor que a mí, pero lo único que me asusta un poco (por propia experiencia) es la eterna cuestión de los medios de vida. Si él los tiene, entonces que se vaya allí cuanto antes; pero que no confíe en los que allí pueda obtener, pues los mismos nacionales andan de cabeza en esa cuestión. Yo veo en cambio, y por el momento al menos, una buena solución en lo de la Orquesta [Filarmónica] de Sevilla».
Este año se conmemora el primer centenario de la celebración del legendario Concurso de Cante Jondo en el que Falla, gracias a los buenos auspicios de García Lorca, tuvo un papel importante en su organización. Pese a que el compositor se volcó en la iniciativa, no parece que Salazar respondiera con igual pasión al entusiasmo de Falla. Eso es lo que se puede desprender de una carta del musicólogo que responde a otra, por desgracia perdida, del autor de «Noches en los jardines de España». «¡No tema usted mis enfriamientos sobre el cante! ¡Nada de eso! Sino que quiero enterarme y hago mis preguntas cuando tengo dudas. Por lo demás, imagínese usted, siempre entusiasmado por la idea y deseando que se lleve a efecto sin esas absurdas dificultades, y a pesar de los articulistas chirles que creen que eso es... ¡¡africanizarnos!!», escribe Adolfo Salazar.
Comunicación fluida
Ya se ha dicho que la comunicación entre los dos protagonistas fue fluida y larga, pero faltan cartas que se han perdido probablemente para siempre. Eso es lo que puede explicar que el epistolario quedara interrumpido entre 1932 y 1942. Cuando Manuel de Falla, autoexiliado en Argentina, lo reemprende, Salazar vive en México. Son los dos viejos amigos de siempre, aunque evitan con cuidado no entrar en temas político. Sin embargo, el drama de lo dejado en España inevitablemente se acaba filtrando en esas cartas, como cuando Falla se entera de la suerte del músico Miguel Salvador, encarcelado y condenado a muerte, aunque la pena fue conmutada, muy probablemente gracias al autor de «El amor brujo»: «Lo de Miguel lo supe por los diarios de aquí. Días inquietos fueron aquellos, sirviéndome de cuantos pudieran secundarme para evitar lo que algún periódico daba como fatalmente irremediable. Al fin recibía noticias muy tranquilizadoras».